Leo el excelente reportaje de Víctor Vela sobre las castañeras. Y sí, ahora sí que es otoño; es otoño en las primeras nieves por los altos de Segovia. Y también es otoño por la castañera, que había pasado la condición de entretiempo durante estos ... años, ya demasiados, en que los fríos y los hielos son casi noticia. Como mi amigo Nacho Lillo, yo soy un hombre de la meteo, me divierte y me influye. Y también soy un hombre de costumbrismo, de las cosas en su momento en ese protocolo natural porque el que el Calendario Zaragozano y yo mismo nos hemos venido guiando. Desde antañazo. El otoño, tarde, llega, y también el costumbrismo de las castañeras. A esa España, esa Castilla nuestra que va ajena a amnistías y a sonrisas vacuas. Las castañeras aparecen, también las setas, y a mí, que estén y que existan, me dan una impresión de que el mundo está bien hecho. Cuando en las librerías, con perdón, no se vendían pantallas, sino libros sin sagas, solo la poesía de verdad, la del vago clamor que rasga el viento.

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La castañera es la mención a una infancia que fue la suya, la de los abuelos. La nuestra. Una castañera, con su butano y su cartucho, es un retazo de verdad, del pescozón, de la mismísima vida que pasaba en la calle, cuando mis padres me llevaban de la mano y quedaba algún regusto a ceniza, entre el fuego de quienes fuimos cuando el mundo era otro. Ruano siempre ponderaba a la castañera. Y eso, también, es periodismo. El recuerdo, el presente que vuelve. Están las castañeras, y eso nos congratula, nos llena de algo que es esa nostalgia que no mata. Y no saben hasta qué punto.

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