Exploten petardos, descorchen las botellas, suenen dulzainas y bailen jotas, que empieza la campaña según me recuerdan por tierra, mar y aire. Otra vez el ciclo, las promesas, y la sensación de que después de salir de las trincheras de Verdún toca la Batalla de ... Stalingrado en mes y pico. Duelen las cuencas de los ojos, no refresca por la noche, y sólo hay consuelo en lo que también importa: el Tour de Francia, reino ya nórdico y frío, y ese volver al amor de la adolescencia, que dicen que vuelve al mercado tras el bodorrio. La campaña, de nuevo. Metida entre escapada y escapada al río, que es el vivir y donde nada uno a pesar de remolinos y prohibiciones.

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Más promesas, más leña al periodista, más canas en la testa de Sánchez y qué complicado se va haciendo esto de subsistir. Más allá, tenemos a Puigdemont, ese viejo conocido, de nuevo, en el cogollito de la cosa. Puigdemont el preindultado, el del maletero, el que mejor ha vivido de esta gaseosa patria que empezó con un bolso en el escaño y acabó con Arnaldo Otegi de juez de paz.

Digo que empieza la campaña, y que va ya uno desfondado. Y habrá que tomar agua de donde no la haya, ilusión de donde no quede. El tiempo se hará muy largo, tendiendo a eterno, de aquí al domingo 23. Mas es verano, el cielo está claro y, como ya dijo el poeta, sólo nos queda la miseria para ser invencibles.

Ya no sabemos qué hacer, cómo soportar este infierno. Qué recuerdos de la helada, de cuando se votaba sin saber que combustionaríamos. Cuando nos íbamos de Pamplona al Pirineo, por curar las resacas de San Fermín, y se era tan feliz. Tan lejos de cómo y dónde estamos.

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