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Suenen pífanos, aplausos, vítores. Arrójense serpentinas. El AVE llega a Asturias, y se nos acerca un poquito más el Cantábrico, otro mar, este de ... agua, quizá más proceloso que el nuestro, tan cereal y tan calmo. Llega el AVE a Oviedo y Gijón y lo importante no es eso, sino que en todo AVE, incluso en esta España de lo incumplido y de lo falaz, hay un transporte que quiere vertebrar, aunque quienes manden no quieran vertebrar (sic). Mucho tiempo se le ha dado al Mediterráneo una preeminencia de cuyas sobras han vivido en las costas de debajo del Delta. Es esa España mal configurada que muchos años hemos ido asumiendo como lógica.
Pero por necesidad, entendiendo la necesidad en todas sus acepciones, ha caído la breva. Un AVE vertebra más –y hay que repetir el verbo vertebrar, que la repulsión por Puigdemont– que incluso el gol de Iniesta. Siendo, como decía el poeta, un país de distancias íntimas, qué menos que la presunta puntualidad de un tren que vuela bajito.
Sí, sé que últimamente funcionan de aquella manera. Pero pensemos en la época gloriosa en la que lo más costoso era llegar a la estación. Y luego plantarse en Chamartín en menos de una cabezada por esas horas del alba. Desde el 92 hasta aquí ha habido tiempo para coser España con las vías. Diría que bien está lo que bien acaba. Asturias un pelín más cerca, billetes más o menos asequibles para ir de chigres (perdón por la rima) por Cimadevilla y alrededores. Para pedirle al primo Pelayo el coche, la bicicleta, e ir a los Lagos. Con el sol entre la nevisca. Extrañaremos, eso sí, esa cosa epifánica de cruzar el Negrón.
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