Siempre recordaré la sucesión de hechos, las llamadas a la Blackberry, un tarde de cielos primaverales y palomas sucias, en que Raúl del Pozo me llevó a conocer a Fernando Arrabal, flamante premio de esta tierra de las Letras. Sólo hablaba Raúl, no sé si ... Fernando, en el Palace de Madrid, bebía agua de Vichy. Qué más da, Raúl quería sacarle un titular al genio sobre Podemos, que empezaba, y el otro mostró una retahíla de arrabalaica de apotegmas sobre su nacencia en Melilla y su vida, como tal, en Ciudad Rodrigo.

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Al día siguiente quedamos a almorzar en un mesón de la madrileña plaza de Santa Ana. Arrabal como que nos citó a una hora a la que le faltaban siete minutos para que dieran lo que en radio llaman las señales horarias. Y fuimos a un mesón de los pocos que van quedando, con su parafernalia bandolera, su foto de Rafael Fariña (a la sazón paisano) y su menú corto servido por torerillos de sala. Antes, ante las estatuas de Arrabal y de Calderón, del granadino me dijo, agarrándome el brazo, que tenía «cara de mediopensionista». En el restaurante, que puede ser el mismo en Madrid que en Segovia que en Ronda, empezó el almuerzo por el postre. Ahí sí habló. Un vendedor de lotería le quiso encasquetar un décimo, y éste saltó comentando que cierto día se jugó la existencia a la tragaperras.

Después me puso una pegatina en el anular, con su acento francés, como remedio para el insomnio. Nos despedimos y nos cargamos. Yo le cuento que hablo con un perro de porcelana y el me manda algo a medio camino entre el collage, la música y retratos suyos entre relojes y gafas. Y es arte.

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