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En estas páginas hay algunos odiadores de agosto profesionales a los que voy comprendiendo. Yo me resistía a ser de esa cofradía, pero no me queda más remedio que rechinar los dientes ante este mes que alguien, equivocado, y en una campiña inglesa, sublimó. Antes ... nos hablábamos, en agosto, con una promesa de frescor a la caída del solano. Ahora hasta en Paris arden las piedras y yo voy con el calor, el insomnio, tirando como se puede. No estamos preparados para esto, no deberíamos estarlo.
No hay esperanza cantábrica en mi horizonte, todo es vuelta a lo mismo con las sienes ardorosas. El eterno retorno del recalentamiento. Entre ola de calor y ola de calor no hay nada, si acaso un breve paseo. Agosto también puede ser el mes más cruel, y me gustaría decir que estamos en puertas de meteoros más benignos. Yo odio agosto, lo firmo. Un agosto vi por última vez en pleno estado a Manuel Alcántara recitando a Quevedo, creo. Otro agosto, me replanteé el mundo a vivir. Ahora, con el calor, entrecerrando los ojos, pienso en que el verano ha ido corriendo raudo, entre el mal dormir y los hielos que ya ni duran lo acostumbrado. Que no he vivido, vaya. Llamo al litoral materno, y allí tampoco hay consuelo. El sudor responde por nosotros, pecadores.
Vuelve la tierra a ser una tea, y la cabeza y el alma no dan más de lo que dan a estas alturas. A veces, si hay algo de viento, me tumbo en el sofá a ver cómo España se va al desfiladero sin que nadie lo pare. No queda más que cruzar los dedos, y esperar que el carnívoro cuchillo del termómetro deje por 2024 las tiranías. Dios me oiga, lector.
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