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Guillermo Garabito tiene gesto y palabra, cosa rara ahora que todo el mundo va por ahí desapareciendo cuando habla como un catequista o Félix Bolaños. Ahora que va la gente pidiendo perdón por ocupar el espacio que ocuparía el aire si no estuvieran, viene Garabito ... a hablar con la voz como de trueno con rayo sobre la encina de detrás del corral, y pone la mano así sobre el atril, se mete la otra en el bolsillo y dobla el codo con el gesto con el que los que aún nos tomamos por caballeros nos miramos ante el espejo al probarnos las chaquetas de tweed.
Garabito podría ser James Bond de Pucela, pero le ha dado por escribir metáforas sobre el otoño y disparar palabras, así que anda en smoking por las columnas; hasta cuatro le he contado en el jardín de La Mudarra, columnas de piedras casi de palabras, columnas contra las que se dio alguna vez un cabezazo un romano o un visigodo quizás, huesos de piedra de un mundo que alguien consideró que era para siempre, y para siempre no hay nada.
Digo que estamos en el jardín de la Casa Grande en los Montes Torozos, entre piedras y cipreses calmados, frágiles y sin embargo estáticos, como llamas verdes de una cerilla y dentro les duerme la jilguera y el verderón. Un poco más allá, el muro del jardín y, después, el campo, la gasolinera donde paran los personajes imaginarios de Jesús Nieto Jurado cuando cruzan el páramo de Castilla y el cielo tan cerca de la tierra que a uno le entran ganas de tirarse al suelo entre dos surcos del arado. Siento el reflejo de cubrirme la cabeza ante la anchura desmesurada del cielo de Castilla, como si cada vez que lo mirara estuviera pasando un avión rasante. Siento el temblor que se siente ante el folio en blanco de la columna. Escribimos para no estar solos y para permanecer. Después, si nos parten la cara, pues mala suerte, pero que al menos nos hagan caso. Tenemos más miedo al fracaso de la soledad que a la paliza en la puerta del hotel o al sistema de espionaje Pegasus que usan los poderes para mirarle a uno en el teléfono y en el corazón.
La piedra sirve para lloverla y para llorarla esperando el invierno, y así desgastarla a base de tiempo y silencio en cauces de lágrimas que como el Duero van a dar al mar en Oporto. En lo que es hoy Chiclana estaba el templo fenicio de Melkart y cuentan que cuando fue por allá Julio César, se echó de rodillas ante un busto de piedra de Alejandro y lloró al concebir que a su edad, el Magno ya había conquistado el mundo y él, no. Por La Mudarra van García y Raúl del Pozo a recoger el homenaje de la Fundación Godofredo Garabito y a recibir su ciprés de honor. García está para reaparecer. Del Pozo le recuerda que algo deben estar haciendo mal porque antes no los quería nadie y ahora les hacen homenajes «como a los etarras». Lo escucho y me río, claro, y después lo que me sale es llorar ante La Virgen de Los Torozos, que es una virgen maternal, pues entiendo que no he conquistado el mundo a mi edad, y tampoco lo haré la suya.
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