Aunque apenas perceptible, mantengo la esperanza de que el aguacero de disparates y despropósitos cese y escampe. La política y, más en concreto, sus protagonistas directos abrazan el concepto de industria del entretenimiento, donde reinan las emociones por encima de la realidad y de las ... necesidades de los súbditos, ciudadanos o administrados, como quiera que nos traten. Que la política, si alguna vez fue un arte aun cuando fuera solo de lo posible, está como todas las disciplinas artísticas en la línea de producción de una inmensa y global fábrica de recreo.
Porque coincidirán conmigo en que, desde hace meses, han puesto en funcionamiento las máquinas de la factoría de la distracción. Nos tienen entretenidos con cuitas personales y lo que realmente importa lo han convertido en una quimera. Y los parlamentos los han transformado en el cervantino patio de Monipodio de Rinconete y Cortadillo, en lugares de escándalo donde los modos brillan por su ausencia y en el que legislar nuestra convivencia ha pasado a un sitio ignoto, salvo algunas excepciones decorosas que, mucho me temo, son producto de la casualidad que acompaña al burro flautista de la fábula, porque alguna vez aciertan para preguntarse que «¿dirán que es mala la música asnal?».
Sin embargo, llámenme loco, conservo la fe en que esto «vaya acabando», gerundio que lanzó Sánchez a la presidenta del Congreso para que Feijóo dejara de importunarle. Lo mismo desea en el caso de Milei, en el que tras enviar a su amigote Puente, paradigma de la política de entretenimiento, a llamarle drogadicto, supongo que esperaba una reacción dulce. El argentino tiene un aire a Johnny Cifuentes, líder de Burning, que cuando le conocí hace años me dijo: «Jaime, salud y rock and roll». Y en mi ingenuidad, sueño con que Milei descoloque a su querido Pedrito con una disculpa así.
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