Al ver las imágenes del intento de magnicidio de Trump dudé de su realidad. La especialización del protagonista en la posverdad, el actor que lleva dentro y ese pelo y sus largas corbatas que le cubren hasta la entrepierna alimentaron mi escepticismo. Y al levantarse, ... puño en alto, con la bandera al aire de atrezzo, mis dudas se incrementaron. Pero aquello, por una vez y sin que sirva de precedente, era sorprendentemente cierto.
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La siguiente escena de esta película, basada en hechos reales como a mí me gusta, fue la reaparición de Trump con un apósito en la oreja herida. Y de ahí se pasó a la tendencia, también real, practicada por algunos de sus seguidores que se han cubierto la oreja con vendas blancas para empatizar con su líder y ponerse en sus zapatos, que, por cierto, perdió en el atentado. Ya algún opositor rumia con acudir a un examen con un adorno así, que incorpore un práctico pinganillo.
Con esto, la oreja de Trump se iguala a otras que en el mundo mediático han sido. La de Van Gogh, que se debate ya de largo si se la arrancó él mismo o fue Gauguin con un florete de esgrima que confundió con un pincel, en una de las juergas que dicen se corrían juntos. O la del boxeador Holyfield, que Tyson mordió en pleno combate y de la que dijo que «sabe a culo», nada que ver con la del bar de la esquina. La de Trump supongo sabrá a trumpismo, de ese que la humanidad no quiere volver a probar.
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