Cuando mi padre cumplió ochenta años y para afrontar cualquier guasa cruel de su ya crecidita prole se anticipó para decirnos: «Esta es una edad mala y traicionera». Otras también lo son, pensé, mientras le miraba y comprobaba que en ciertos aspectos, sobre todo el ... pelo, estaba mejor que yo. Y ya no me atreví a mencionar el horrible término 'octogenario', que me suena a estadística fría y prefiero lo de anciano, que es más cariñoso, o viejo, más nuestro; incluso matusalén, más sonoro y redondo.
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Es evidente que los 80 de ahora no equivalen a los de antes, cuando la esperanza de vida era más reducida, y quien llegaba a esa edad en plenas facultades era excepción. Para ejemplo del afortunado cambio de paradigma, dos de las personas más influyentes del planeta, el papa Francisco y el presidente de Estados Unidos, transitan en esa década, en el primero de los casos ya muy entrado en ella, que ya casi frisa con los 90 años, y en el segundo con ciertos despistes, entre cómicos y preocupantes.
Me fijo en nuevos inquilinos que engrosan el cada vez más elevado número de habitantes de la planta octava y observo que llegan para entrar a vivir Julio Iglesias, Serrat y Raphael, recientes miembros del club de los 80. 'Hey, hoy puede ser un gran día y de escándalo', creo que entonaron en un eventual trío que casi suma dos siglos y medio. Y si Julio 'se olvidó de vivir', Joan le replica que se bañe en el Mediterráneo, que ya Raphael señala que 'es aquel'.
Y miro hacia atrás para ver quien está próximo a subir a ese octavo piso y oteo en el horizonte a Trump (77 años) y, más alejado, a Putin (71), con sus inquietantes promesas de «un baño de sangre» o de estar «a un paso de la tercera guerra mundial». En esos casos sí que creo que sus ochenta serían malos y traicioneros para todos, si no la lían antes estos descerebrados aún septuagenarios.
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