Cuando era joven tenía pelo, más que ahora se entiende, y acudía a la peluquería sin temor a una catástrofe que me dejara la coronilla como un helipuerto para Apaches de combate. Allí el peluquero siempre me preguntaba, con esa gravedad vallisoletana, que cómo quería ... el corte y sin dejarme contestar él mismo se respondía a la pregunta para recitarme: «Quien tiene el pelo liso lo quiere rizado y quien lo tiene rizado lo quiere liso». Y a continuación comenzaba a pelarme y hablar sin piedad, mientras era su rehén en el sillón vintage, del que no podía escapar, y sin que me diera opción a decirle si era de los lisos o de los rizados.
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Con el paso del tiempo, que avanza más o menos acompasado con la caída del pelo, he corroborado que casi nadie está conforme con lo que le toca vivir. Todos creemos que nos ha correspondido actuar en un mal escenario y buscamos a alguien con quien practicar el pecado más españolito de los capitales, la envidia, que si es solo sana es un pecadito. Pues contra todo pronóstico he de decirles que yo estoy conforme con lo que he vivido, ahora que me alumbran seis decenios y medio. Que me gusta dónde y en qué familia me dejó la cigüeña; que me encanta mi infancia y juventud, más o menos gamberra; que de adulto estoy menos pirado de lo que creía y que, a la vejez si llego, pues eso, viruelas.
Que también me complace en qué lugar aterricé, o me aterrizaron, en el mundo laboral y me seduce, y mucho, lo que me ha producido gusto, como una patada infantil al diccionario de mi primogénita Carol, un gol de Candelita o una sonrisa abierta de Oti, la princesa. O que me emocione el 'Adiós a la vida' de 'Tosca', la película 'Cinema Paradise' o 'Carro de heno', de El Bosco, donde sus personajes se olvidan de Dios. Por eso, rizado o liso, lo importante es elegir cosas y personas hermosas, que las hay, y muchas.
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