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Tengo un amigo, que conoce a un tipo, que tiene un primo con un compañero de trabajo, que ha anunciado que votará a Ciudadanos. También cuento con otro amigo que un día habló con un vecino en el ascensor y este le aseguró, así entre ... susurros, que sabía de un pariente del pueblo que defendía en el bar a Sánchez porque creía en sus promesas. Y otros varios amigos, menos cercanos pero buena gente, me contaron todo convencidos que conocían a alguien a quien Feijóo le parecía gracioso, Abascal algo fofo, Yolanda Díaz nada cursi y la parejita Ione-Irene sensatas como catequistas.
Recibida toda esa información, así sin anestesia, de la existencia de esta gente ordinaria con creencias extraordinarias, entro en un estado de confusión, de barahúnda y en una jaula de grillos, que me lleva a dudar de lo que creía saber y de mi percepción de la política y de los políticos. Incluso me planteo que si la fiesta de la democracia del próximo día 28 no será más bien un aquelarre de alguna gente rara a quien le gusta llevar la contraria a lo percibido por el común de los mortales y que es posible que esté a favor de practicar sacrificios humanos. Y así resulta normal que muchos de los designados para formar parte de una mesa electoral presenten su renuncia y aleguen que el miedo es libre.
Porque conocido el caso del único votante de Ciudadanos, del ingenuo creyente en Sánchez o del que es condescendiente con el salero de Feijóo; o de aquel que no se fija en la tableta de Santi o que ve a Yolanda como una dura imagen de la libertad guiando al pueblo; o el que considera a Ione e Irene las chicas de la prudencia, agradezco que no me haya correspondido ser parte de una mesa, porque solo hubiera acertado a alegar que no me conviene la compañía de gente tan extraña y eso no está entre las causas para librarse.
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