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Insistían los vecinos para que el alcalde tomara una decisión al respecto. Alguien tenía la censurable costumbre de hacer en la calle sus necesidades fisiológicas, ... ya fueran aguas menores o mayores, que el incívico no era exacto y supongo que atendía a lo que le pedía el cuerpo. Pasaba el tiempo y el regidor acudía a las primeras páginas del manual de político convencional para responder con un «ya doy una vuelta al asunto» o con «le cogeremos y lo pagará». Pero aquello, lejos de decaer, se repetía. Hasta que ocurrió lo que debía ocurrir: que una mañana el alcalde salió de su casa y se encontró que el desagradable 'marrón' estaba en su puerta. Indignado, aprobó una ordenanza con cuantiosas multas e hizo correr la voz de que las calles tendrían ojos y que organizaría un somatén.
El alcalde reaccionó como lo hacen los políticos: si no le afecta, larga cambiada, y si le llega de forma personal, estocada. Le sucedió a la presidenta europea, Ursula von der Leyen hace un año, cuando un lobo de los censados y protegidos entró en su finca en Alemania y mató a dentelladas a su mascota, un poni de 30 años llamado Dolly. La poderosa política, impactada, ha decidido cambiar de estrategia, para disgusto de los ecologistas, y ahora pide a las autoridades de los países miembros que consideren al lobo como ha sido siempre: el malo del cuento de Caperucita.
Así vemos que Sánchez, como político que es y mucho, ha entrado en reacción para cambiar de opinión respecto a Puigdemont, a quien necesita. Da igual que le haga sus cositas a la puerta –mayores todas– o que sea un depredador que se zampe a esas mascotas tan lindas que somos los votantes, que los lobos son bondadosos o malvados lo decide él, que para eso es el presidente y el que cuenta el cuento del lobo según convenga.
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