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La necrología, una de las bellas artes del periodismo, es el género más adecuado para enaltecer al personaje público hecho cadáver y dar publicidad a las intrigas supuestamente secretas que rodearon su vida. Falleció el presidente francés Jacques Chirac y se abrió el archivo de ... las revelaciones. El último gran gaulista, el pérfido camaleón político, el líder campechano, el patriota salido del terruño, un tipo alto y elegante cual actor de cine, mujeriego y monógamo, hombre enérgico, locuaz mas no elocuente… Como gente bien educada que son, estos días los franceses de la ciudad y del campo, militantes de todo el arco parlamentario, se entregan a la maniobra de la alabanza lisonjera, aun a sabiendas de que aquel Chirac encantador de antaño no forma parte de los grandes presidentes de la V República francesa. Su biografía se encierra en media docena de decisiones políticas notables (fue presidente durante doce años) y fluctúa sobre el anecdotario vistoso de su larga vida, la simpatía en las distancias cortas y algunas frases extemporáneas contra sus adversarios.
He aquí un ejemplo de esa veleidad del presidente, el acto inaugural de la exposición de arte taíno en el Petit Palais en febrero del año 1994, que tuvo un escandaloso colofón diplomático. A instancias de Chirac, el coleccionista del llamado 'arte primigenio' Jacques Kerchache había diseñado una muestra de esculturas y cerámicas taínas con el empeño de reivindicar la calidad de esa cultura y mostrar la desgracia de su aniquilamiento tras la llegada de las carabelas de Colón al Nuevo Mundo. Recuerdo el perfil enhiesto del alcalde mirando fascinado la escultura de un cemí, su vozarrón de ritmo cadencioso, la poderosa mandíbula en agitación perpetua y el silencio del público. Su discurso se hizo emocionante cuando explicó, en tono irónico aunque respetuoso, los rituales secretos, el uso de alucinógenos y el empleo de las espátulas eméticas de estos pueblos amerindios de las Antillas en el siglo XV. La bóveda del Petit Palais de París devolvía el eco de la voz acampanada de Chirac, en su papel de guía improvisado, explicando a la audiencia de autoridades, historiadores, periodistas y amantes de las artes primitivas con la autoridad del experto los secretos de la mitología de los taínos y sus creencias sobre el más allá. Según él, los caciques de los pueblos caribeños practicaban toda clase de ceremonias para alcanzar la sabiduría de los espíritus superiores y encontrar en ella inspiración para sus decisiones.
Años más tarde, Jacques Chirac, ya en la primera oscuridad de su vejez enfermiza, se jactó en sus memorias de haber defendido a los indígenas amerindios contra la perfidia española cuando recibió una llamada telefónica del Rey Juan Carlos en 1992 solicitándole colaborar en la celebración del quinto centenario del descubrimiento de América. Chirac le respondió que el pretendido hallazgo colombino era una aberración histórica, porque fueron los vikingos y no los españoles quienes llegaron los primeros a América desde Europa; y que ese falso descubrimiento no fue una buena noticia para la humanidad, sino una catástrofe histórica de la que eran responsables «las hordas que solo fueron allí con la voluntad de destruir». Y remata así su diatriba: «Tengo la intención de organizar una gran exposición en memoria de los indios que fueron masacrados, le anuncié entonces al Rey de España. Son las mismas palabras que empleé dos años más tarde, con motivo de la cena oficial posterior a la inauguración en el Petit Palais de nuestra exposición sobre los taínos. Ofendido por mi declaración, el embajador de España abandonó de inmediato la mesa en signo de protesta». En el libro 'L'inconnu de l'Elysée' redactado por el periodista Pierre Pean, completa Jacques Chirac su sarcasmo contra Colón y los pérfidos españoles: «Al menos los vikingos tuvieron la elegancia de destruirse a sí mismos».
Durante su ascenso al poder iniciado con entusiasmo juvenil en los tiempos revueltos del general De Gaulle, Jacques Chirac encontró la revelación de una estrategia política que le llevaría al Palacio del Elíseo. Hay políticos, como su predecesor François Mitterrand, que ejercen el poder desde la intimidad cubierta por un secretismo monacal. Chirac impuso su carisma populista en la calle nacido en la raíz más nacionalista de la Francia profunda. El hijo de militar, aventurero de vocación y casquivano solo en apariencia saltó a París desde su feudo de la región de Córreze (centro de Francia) y, fiel a la tradición francesa de los grandes líderes enraizados en el poder municipal, conquistó en 1977 la Alcaldía de la capital, que ejerció durante casi dos décadas.
A pesar de sus títulos académicos obtenidos en las escuelas de la élite francesa (la Facultad de Ciencias Políticas y la Escuela Nacional de Administración) practicaba con la mayor soltura su habilidad de bajarse a la plaza de cada pueblo y jugar con la gente exhibiendo una aparente ignorancia teatral. Componen un dietario inagotable sus frases ingeniosas de un populismo provechoso en el día a día de su gestión de la política a ras de tierra, es decir, la que da más votos que aciertos. Se hicieron célebres y eran festejadas cada otoño sus visitas a la Feria Agrícola de París, cuando la televisión mostraba con detalle la caricia anual del presidente a la vaca ganadora del concurso ganadero y la prensa celebraba divertida el juicio del presidente acerca del animal cuyo nombre siempre conocía: «Este animal no es un rumiante, es una verdadera obra de arte». Luego declaraba, agitando su mandíbula, que sus pasatiempos favoritos eran ver películas de oeste y escuchar marchas militares.
Todo era simbolismo superfluo, anécdota y escasa ideología en la política del presidente Chirac. Arrastrado por sus amores taínos, eligió la huella arquitectónica que cada presidente debe dejar en París. A la colosal construcción de la Gran Biblioteca de su antecesor Mitterrand, él respondió con un museo etnológico de las llamadas 'Artes Primeras', levantado junto al Sena, que recoge obras de todos los continentes excepto de Europa. Chirac, dicen sus mentores, tenía el corazón taíno. Todo lo demás es secreto de Estado.
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