Cruzábamos Suecia en coche entre los bosques de pinos trazados con escuadra. Los faros del Volvo iluminaban la carretera de hielo que por instantes barría el viento helado de algún planeta lejano. En otros momentos, el camino brillaba en reflejos azules bajo un cielo casi ... de aurora boreal. Por los altavoces del coche, Battiato cantaba durante horas sus canciones, que tomadas de una en una quieren decir lo que quieren decir, pero que en su conjunto componen una bellísima oración a lo insondable. Nómadas buscaban los ángulos de la tranquilidad y circulaban aún más lentos los trenes del Tozeur. Una noche hubo una fiesta en la recepción del hotel en la que actuaban unos tipos con smoking estampados en los dibujos que imitaban la piel de un tigre. Luis Moya hacía trucos de magia con monedas. Al día siguiente, asolados por una de esas resacas que te atraviesan la cabeza como una lanza de la frente a la nuca y con la boca como el fondo de la jaula de los pájaros, paramos en una gasolinera que resultó regentar un marroquí. Todas las bebidas gaseosas que compramos resultaron imbebibles y además llevaban alcohol, así que conforme las probábamos, las escupíamos sobre el salpicadero. Battiato pedía que retornara «la era del jabalí blanco».

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Escuchamos a Battiato mientras conducíamos por Suecia y después por las carreteras sinuosas del norte de Italia en cuyas cunetas vendían hongos niños descarados. Lo escuchamos también conduciendo por la Inglaterra de Locke, por la Florida y por el Este de África en caminos de poblados en los que los chavales apedrean los helicópteros. Recorrimos juntos un largo viaje, una vuelta al mundo de nosotros mismos y así, cuando el martes supimos que Battiato se había muerto en Sicilia, comprendimos que el viaje también ha terminado. Franco Battiato no hará más canciones y yo me conformaré con el personaje que soy a mis cuarenta y tres años. No hay mucho más que inventar, si acaso darle vueltas a lo mismo -con suerte-, y escuchar sus canciones en bucle.

Digo que sabíamos que en la música franquista había algo distinto que se fue comprendiendo con los años, mucho más allá de la sorpresa de conocer a aquel tipo extravagante que parecía vestir unas de esas gafas de coña que traen incorporada la nariz y las cejas. A Battiato uno lo va entendiendo con el tiempo y no termina de entenderlo nunca, pues una manera de hacerse con su magnífica obra es rindiéndose ante ella.

Me refiero a ese mundo hilvanado de verdades reveladas siquiera en sensaciones, visiones borrosas en los recodos de las sombras de una verdad que está ahí y que no se ve, no se toca y sobre todo no se explica. Casi alude a la noción de Dios, inconcebible si no es desde las fórmulas matemáticas del corazón y la experiencia última del amor. Quizás la victoria de Battiato consista en comprender que de determinadas verdades uno solo puede atreverse a hablar de manera tangencial, dando rodeos, casi dibujando en el aire su contorno con las manos. Para explicar ciertas cosas hay que no entenderlas como al Sol no se le puede mirar de frente.

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Desde esta buhardilla del Madrid de la pandemia he vuelto de pronto al aparcamiento de la gasolinera del norte de Suecia donde hace tanto tiempo conocí 'L'era del cingiale bianco'. Ahora sé que que los guerreros celtas perseguían un jabalí blanco mitológico que simbolizaba el paso al otro mundo. Battiato ya cazó el suyo.

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