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Cena navideña de empresa. Muchas risas, mucho vino, mucha desinhibición. A los postres, chistes malos y antiguos sobre las diferencias hombre mujer, en plan Dolores Abril y Juanito Valderrama. Es broma, dicen algunos. Por provocar, remachan. Ellas pasan o ponen cara de hastío. Alguna se ... queja. «Ya no se puede decir nada», argumentan los líderes del cachondeo. «Claro, como decía Alfonso Guerra, antes había chistes de homosexuales, de enanos, de todo… y ahora no», argumenta la profe de Historia, que no se calla. «Ahora diréis que os censuramos», incide la conserje. «Censura, no, pero es verdad que ya no se puede decir nada, ni bromas ni piropos», se queja el de Tecnología.

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Lo de que ya no se puede decir nada es un mantra, un razonamiento que me susurra el charcutero tras marcharse la última clienta y el repartidor de paquetes cuando se baja la vecina joven del ascensor. Yo creía que era una frase española, pero el filósofo francés Michael Fossel apunta que esa expresión es popular en toda Europa. Fossel ocupa la cátedra Alain Finkielkraut en el Politécnico de París y es experto en Kant, pero no se encierra en su mundo intelectual, sino que se apasiona por lo cotidiano, viaja mucho, tiene curiosidad y se asombra de que los varones heridos de media Europa sentencien en las cenas previas a la Navidad: «Ya no se puede decir nada».

Se puede decir de todo, lo que no se puede es creer que a los postres se levanta la veda de los machotes. En el trabajo, autocontrol, proclamas feministas y «bienquedismo». En la fiesta, bastan dos copas para disolver la capa de barniz y volvemos a ser nosotros, los de siempre, los que dicen lo que quieren. En Navidad, vuelve el hombre.

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