Mi tío José María militaba en Acción Católica, el obispo alababa sus discursos y en la ciudad era un caballero respetado y respetable, pero cuando iba al fútbol se convertía en un energúmeno que insultaba, vociferaba y acosaba al árbitro y a los jugadores contrarios ... recurriendo a machismo, racismo, homofobia y blasfemia. En el púlpito y en el atril, un santo. En la grada, un demonio. Eso sucedía en los años 70, cuando en los estadios se manifestaban todas las miserias de la condición humana.

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Medio siglo después, la sociedad ha evolucionado, ¡menos mal!, y el fútbol, también, pero quienes vivieron el tiempo de los hinchas machotes de purito en el primer tiempo, carajillo en el descanso y groserías los 90 minutos están marcados por su pasado y les cuesta cambiar. Sus discursos se acomodan al mundo de hoy porque intuyen que no queda otra, pero sus actitudes espontáneas demuestran que siguen anclados en el mundo de ayer. Por eso, no comprenden que no cabe el paternalismo condescendiente con las futbolistas, ni se las puede besar, subir a hombros o hacer gestos testiculares de macho alfa en su honor.

Lo peor del caso Rubiales es que ni él ni los 'señoros' de la federación han entendido nada. Él se disculpa por obligación, recurre a la argucia asquerosa de culparla a ella, no dimite y lo aplauden sin asumir que están fuera de la realidad. Creen que el feminismo es «falso» y pasajero, no un avance social y que las mujeres ganan campeonatos porque los federativos las apoyan con dos cojones, así que ellas deberían callar y agradecerles la protección. Esta Copa del Mundo no se olvidará por el gol a Inglaterra y a unos 'señoros' que han perdido el partido y la razón.

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