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Yo venía del súper cargado con doce botellas de kéfir y ella venía de clase embebida en su teléfono y con una mochila a la espalda. Yo, aunque a veces voy por la calle consultando el móvil, esta vez miraba al frente. La vi acercarse ... en línea recta y me aparté para evitar la colisión, pero, en el último momento, ella descubrió algún mensaje gracioso, sonrió sin levantar la cabeza del aparato, cambió de rumbo inopinadamente y sucedió lo inevitable. Porque, aunque estemos desarrollando un sexto sentido para tener los ojos en un teléfono y ver al tiempo las piernas de quien se aproxima, a veces, si la pantalla nos altera, descubrimos que ese sexto sentido no está suficientemente perfeccionado. Y chocamos.
Ella levantó la vista un nanosegundo y me regañó antes de volver a su preocupación: «A ver si miras por dónde vas». Atónito y bloqueado, tardé en reaccionar, pero reaccioné: «Mujer, no esperaba que te disculparas, no soy tan iluso, pero tampoco que me culparas». Y ella, sin mirarme, embebida en su 'smartphone', me despreció con un calificativo doloroso: «¡Señoro!», el peor que se le puede dedicar a un hombre que intenta reeducar su inclinación natural al heteropatriarcado.
En las consultas en X a la RAE, se aclara que 'señoro' es un neologismo usado para referirse al varón que muestra indiferencia o desdén por las reivindicaciones feministas. Herido en mi orgullo de feminista aspiracional, me acerqué a la muchacha para explicarle que yo no soy ningún 'señoro'. Al percatarse de mi aproximación, levantó la cabeza un instante, me miró y me espantó: «No te acerques, viejo verde». Entendí que debía asimilar la ofensa y marcharme a casa. Además, el kéfir pesaba demasiado.
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