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España es un país de motines. El de Aranjuez, el de Ceclavín, los de los gatos, las verduleras, la sal o el pendón verde. En España, el pueblo se amotina cuando menos te lo esperas. Unas veces con razones, como en el reciente motín de ... Paiporta, otras por capricho, como en el motín de Esquilache, cuando la mano derecha de Carlos III quiso prohibir las capas largas y los sombreros de ala ancha, que amparaban a rufianes y ladrones, y el pueblo se levantó al grito de: «¡Muerte a Esquilache! ¡Larga vida al rey!». Porque en estos motines, salvo el del 14 de abril de 1931, que trajo la II República, los reyes suelen salvarse.

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En mi ciudad, Cáceres, un alcalde perdió las elecciones porque la procesión de la patrona de la ciudad tuvo que pasar por calles llenas de basura y 'pelúos' durmiendo en la acera tras los conciertos del festival Womad. El pueblo se amotinó y apuntilló al alcalde. En Madrid, durante la pandemia, se produjo el motín de las cervezas, que acabó con cualquier esperanza de la izquierda de gobernar la capital.

En Galicia, asistí a dos actos oficiales en los que una revuelta estudiantil provocó dimisiones. Así que cuando se inauguraba el curso académico en la ESAD de Extremadura, avisaba a consejeras y directoras generales en el ascensor: «No estéis tan relajadas porque un error en vuestro discurso puede provocar un motín y adiós a vuestra carrera política». Se quedaban demudadas y extremaban la prudencia. Todo esto pasaba antes de la crispación. Ya me dirán ahora, cuando somos el cuarto país más polarizado del mundo. Y atención, porque las repercusiones de estas revueltas no son inmediatas. Los efectos del motín de Paiporta son inescrutables. Por ahora.

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