Con el Hortensia comenzó todo. Era octubre de 1984 y nadie avisó del huracán, solo informó el hombre del tiempo de que caería lluvia y soplaría viento. Entonces, la meteorología era cosa de señores respetables. Cuando salía Mariano Medina en la tele en blanco y ... negro, con su mapa de isobaras detrás, todos callábamos porque sabíamos que nuestros padres atendían a aquel caballero tan serio con veneración sagrada. La meteorología se explicaba con tono científico: borrascas, presiones, milibares y anticiclones.

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Tras Mariano Medina y su hermano Fernando, apareció en la tele Eugenio Martín, que saltó a la fama porque prometió que, si erraba una predicción, se afeitaría el bigote. Efectivamente, se equivocó, se afeitó y su bigote rasurado lo convirtió en el primer hombre del tiempo mediático y el último venerable. Lo que siguió fue un despiporre in crescendo hasta llegar a un tiempo televisivo pronosticado por profetas de la desolación, que predicen alertas rojas, sequías pertinaces o la figura estelar de la meteorología espectáculo: la ciclogénesis explosiva.

Viví el Hortensia junto al mar y pasamos tanto miedo que nos refugiamos en la única habitación de la casa que no tenía ventanas. Aquel huracán derribó árboles, hundió barcos, voló tejados y todo cambió. Se inventaron las alertas de colores, las autoridades extremaron la prudencia y los estrategas de la tele descubrieron la fuerza mediática de la meteorología: «El Tiempo» debía parecerse al tráiler de una peli de catástrofes. Mariano Medina nos enseñó a interpretar los mapas. Ahora, o nos dan todo hecho y dramatizado (trágicos chaparrones, vientos inhumanos, tormentas implacables) o cambiamos de canal.

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