Estación de Chamartín. Corralito del AVE. Señores elegantes con americanas azules sobre polos de Ooto y señoras vestidas de Coosy. Todos a lo suyo: conversaciones por AirPods Pro, dedos ágiles repiqueteando sobre iPhone, unas cookies con rooibos en el Superfood… ¿Se han dado cuenta de ... que, últimamente, todo lo 'cool' se escribe con o, incluso con doble o? En medio de este ambiente tan Avlo, tan Iryo, tan Ouigo, un servidor con una mochila y en la mochila, metido en una bolsa de plástico y bien envuelto en «papel albal», un bocata de queso de cabra de Acehúche.

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No he podido envasarlo al vacío y me da reparo abrir la mochila. Sé que el pestazo a «quesocabra» romperá el encanto VIP del corralito del AVE. Pero tengo hambre. Quizás debiera salir del espacio Alta Velocidad e irme a Cercanías. Allí, los viajeros visten Primark y nadie se asustará por un olor penetrante a queso de cabra. El problema es que en Cercanías solo hay una veintena de asientos y los viajeros se acomodan en escaleras y rincones. Tendría que comer en el suelo. Aquí, al menos, estoy sentado. Me la juego y saco el bocata.

Los quesos del sur saben tanto como huelen. Y el que más huele y sabe, el de cabra de Acehúche. Cuando regalo un queso de oveja o de cabra a un amigo gallego o a un pariente asturiano, sus madres acaban tirándolos a la basura creyendo que están podridos. En fin, ¡arrojo, valor, personalidad! Me animo y abro el bocadillo. Efectivamente, un aroma penetrante y delicioso para mí, una emanación mefítica y apestosa para quien no está acostumbrado se extiende en oleadas subyugantes/repugnantes. Mastico deprisa, engullo cual pavo, acabo enseguida, retorna el primor. ¡Loor a Feijoo!

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