Pertenezco a una generación que hacía el amor por carta. Los sonidos aurora, bambú o palomitas de maíz del teléfono eran sustituidos por el estridente pitido del silbato del cartero. Si estábamos esperando una misiva amorosa, salíamos disparados, bajábamos las escaleras descompuestos y recogíamos con ... emoción inusitada unas cartas que tenían la ventaja sobre el «wasap» de que eran escritos meditados, redactados sin prisa, con cuidada ortografía y eso evitaba malas interpretaciones.

Publicidad

Aquellas cartas tenían sus códigos. El principio y el final resultaban fundamentales. No era igual escribir en el encabezamiento hola o estimado que querido o amado. Y en el adiós te la jugabas: si te despedían con un saludo cordial, se te ponía cara de oficinista; si te dedicaban un abrazo, se mantenía la esperanza; si te daban un beso, entonces se fundía el hielo, ardía el alma, trinaban pajarillos y dabas la razón a Lope: un cielo en un infierno cabe.

Hoy día… Uf… Me pierdo… Suena un tritono, abres el mensaje… En fin, el encabezamiento no se puede analizar porque no existe y el texto lo utilizaría en clase de Lengua como ejercicio: «Señalar 20 solecismos en estas tres líneas». De la despedida, mejor no hablar: los besos se han frivolizado tanto que se regalan y ya no se dan abrazos, se dan abrazotes. ¡Pero bueno! ¿Qué demonios es eso de un abrazote? ¿Y los besitos, bsts, kiss o Xo? Lo peor es que los «modernos» se ríen de ti si no cometes faltas, no pones abreviaturas y besas con comedimiento. Pobres ilusos. No saben que los tiempos son crueles y que los nietos IA de mañana se reirán de los instagrammers de hoy cuando les cuenten que conocieron a la abuela gracias a TikTok.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

0,99€ primer mes

Publicidad