A Raquel le brillan los ojos, y despide dulzura. Esa forma de mirar a la vida y esa sonrisa siempre le han acompañado. Incluso cuando el mundo se hizo gris y tormentoso, cuando desprendía toda su furia como si el fin estuviera próximo. Ni en ... los momentos de máxima crueldad humana ella ha dejado de imaginar la belleza de la propia existencia.
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Así lo pensaba antes, cuando su cuerpo escultural le acompañaba, cuando practicaba atletismo en compañía de su pareja, cuando las masas aplaudían sus intervenciones públicas o cuando los letrados compañeros de profesión destacaban sus alegatos ante el juez de turno.
Raquel, Raquel Díaz, siempre fue feliz. O así se sentía, hasta que un demonio se cruzó en su vida. Y de ahí, el tormento de su historia.
Se convirtió en la mujer del expolítico berciano Pedro Muñoz y en su vida nunca más volvió a salir el sol. Ella, asegura, conoció entonces a Lucifer.
El relato de su historia, pese a la tierna mirada de sus ojos, es un valle de lágrimas. Un valle por el que ya no camina. Ahora, tetrapléjica, avanza en su silla de ruedas, envuelta en mantas en pleno verano, bajo un gorro que tapa las cicatrices de su cruel historia. Y sus ojos, sus lindos ojos, se esconden tras unas gafas que los empequeñecen.
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Respira, sí, y por duro que parezca respirar ya es un milagro. Hoy toma aire y por momentos lo disfruta. No hace tanto ese mismo aire llegaba a sus pulmones a través de una cánula que atravesaba su garganta como un puñal. Sus pulmones se hinchaban gracias a la generosidad de una traqueotomía que impedía su asfixia.
En la mesilla de la residencia en la que duerme cada noche Raquel siempre tiene una especie de teléfono. Y nunca quiere que suene. Es el móvil que la alerta si su presunto agresor, el presunto que partió su columna en dos, está cerca. Vivir así, es una condena. En realidad, lo de ahora, es la continuación de su infierno. El relato de la fiscalía habla por sí solo: «Desde el inicio de la convivencia, la relación vino marcada por el carácter controlador y dominante del procesado, quien provocaba discusiones por cuestiones insignificantes para crear situaciones en las que Raquel cediera y pidiera perdón, mermando día a día la autoestima de la misma con un comportamiento de maltrato emocional sistemático a todos los niveles, tanto en el ámbito personal, dirigiéndose a ella de forma despectiva, con insultos, como 'estúpida, gilipollas', 'puta', 'zorra', echándola de casa en varias ocasiones, metiendo sus pertenencias en bolsas de basura… como en el ámbito laboral, generando en la misma miedo a contradecirle y dar sus opiniones, pues trabajaban juntos en política, siendo el procesado concejal del Ayuntamiento de Ponferrada y Raquel abogada en ejercicio».
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Recuerda la fiscalía que «mientras Raquel se encontraba en la terraza de la parte superior de la vivienda, su marido se dirigió a ella, la agarró por el cuello y mientras ella trataba de quitárselo de encima, la lanzó por el balcón, cayendo al suelo y golpeándose la cabeza. Después la arrastró hacia el salón y cogió un palo con el que la golpeó en repetidas ocasiones».
Hay escenas que se recrean por sí mismas. El presunto agresor, que presumía de ser uno de los políticos más talentosos de la provincia de León, vive ahora geolocalizado a la espera de un juicio que no acaba de llegar.
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La fiscalía revive otras discusiones y agresiones, otras escenas propias de un primate. El acusado niega la culpa mientras se asea cada mañana con una tobillera que le recuerda lo que, presuntamente, pesa sobre su conciencia.
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