Monumento en homenaje a Nevenka Fernández en Ponferrada rociado con ácido. César Sánchez/Ical
Rincón por rincón

Nevenka

Los periodistas que a hurtadillas contaron una parte de la historia fueron sancionados sin escrúpulos al mismo tiempo que se les amputaba el dedo índice para evitar que pudieran teclear con soltura

Nevenka tiene un estigma marcado en su cuerpo. Se lo ha dejado la propia sociedad, cruel hasta más no poder. Ella, que tuvo la valentía de levantar la voz en contra del abuso, sigue hoy en un exilio voluntario que la aleja de los duros ... escenarios en los que vivió una historia traumatizante y descorazonadora.

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El estigma, el de su cuerpo, tiene la raíz en una parte de ese corrosivo círculo, el más deshumanizado, cruel, intolerante y radical.

Cuando Nevenka Fernández se convirtió en la primera mujer en denunciar a un político por acoso sexual nadie salió en su defensa. La culparon a ella, y punto. Fue tan visceral la respuesta que incluso en la prensa local el asunto fue vetado por los propietarios: había que salvar al alcalde, el mismo que concedía las obras.

Los periodistas que a hurtadillas contaron una parte de la historia fueron sancionados sin escrúpulos al mismo tiempo que se les amputaba el dedo índice para evitar que pudieran teclear con soltura. La orden era clara: Nevenka era una sombra, no existía.

Era 2001 y aquella joven, que desde 1999 era concejal por el Partido Popular en el Ayuntamiento de Ponferrada, había decidido dar un paso al frente para hacer público lo que todos sabían, lo mismo que todos callaban: su alcalde y compañero de partido la acosaba sexualmente y no estaba dispuesta a soportarlo durante más tiempo.

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Ella, cuya belleza interior y exterior resultaba deslumbrante, se había convertido en una muñeca rota, destrozada por quien en su momento creía un buen compañero de viaje. Y una vez rota, por completo, la sociedad que debería haberla arropado prefería esconderla en el fondo del armario junto al resto de juguetes destrozados por el paso de la vida. Se negó, y la sociedad se le echó encima como si fuera una hiena gigante; y quienes la respaldaban, los pocos que lo hacían, decidieron callar.

Ismael Álvarez, su acosador condenado, nunca quiso entender que aquel rostro angelical le diera la espalda y la castigó con todo lo que pudo: contestaciones agresivas frente a sus compañeros, cartas amenazantes, llamadas telefónicas a todas horas, encerronas en coches y habitaciones de hotel. Algunos de esos actos fueron tan bárbaros que no merece la pena ni ser rememorados.

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Cuando Nevenka logró salir a la luz fue tachada de loca y de muchas más barbaridades. Y así hasta que, luchando contra viento y marea, el Tribunal Superior de Castilla y León condenó a su acosador a nueve meses de cárcel, una multa de 6.480 euros y una indemnización a Nevenka Fernández de 12.000 euros. La condena social, iba al margen, y no existía.

Han tenido que pasar dos décadas después de aquel terrible suceso para que el Ayuntamiento de Ponferrada materializara hace unas semanas un gesto público de orgullo y reconocimiento: un monolito en homenaje a Nevenka y a su valentía. Está en el medio de una plaza y forma parte de la imagen de ciudad. «Saldamos una deuda pendiente», aseguró entonces el alcalde berciano, el socialista Olegario Ramón.

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Apenas han pasado unos días y la pasada semana, la placa gigante con la imagen de Nevenka, fue rociada con ácido. Sí, con ácido, como si Ponferrada fuera la India.

El ácido ha dejado señales visibles en toda la imagen de Nevenka y permanecerá ahí para recordar que hubo un día en el que una gran parte de la sociedad berciana cerró los ojos ante el abuso y la salvajada. Seguirá para recordar que hay mentes enfermas que, como el cáncer, solo buscan corroer el entorno.

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