Pepa, la abuela, recordaba los tiempos en los que se desplazaba a León capital con su burra. Era mansa y obediente, nada protestona, y paciente, también. La vida de la aldea no daba para mucho, así que el alimento había que buscarlo cruzando las vías ... del tren para llegar al corazón de la ciudad.

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Ella, que había vivido la guerra y había tenido que levantar las mantas que cubrían a los muertos para ver si encontraba a su marido, se ganaba la vida así, con el animal caminando de un lado para otro como si no hubiera fin. Y siempre por caminos polvorientos en primavera y verano, llenos de charcos y barro en el otoño y el invierno.

A un lado de la burra se sostenía una lechera enorme y su gemela al otro lado, para equilibrar. La abuela recordaba, no sin cierto pesar, que en su camino al centro de la ciudad siempre salía algún pícaro que intentaba sisarle un par de cazos de leche.

Eran otros tiempos y ella respondía con una vara que llevaba, una especie de quijada con una punta clavada y afilada en uno de los extremos. Poco armamento, desde luego, pero suficiente para mantener a salvo el contenido de los cántaros.

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Pepa, de riguroso vestido negro y mandil gris oscuro, llamaba a las puertas de los vecinos más notables y servía los cuartillos del blanco líquido para llevarse unos céntimos. Es lo que había. Siempre iba y venía con las mismas zapatillas, viejas, recosidas y deshiladas.

Hubo un tiempo en el que ese camino desde la cuadra de su humilde vivienda hasta el corazón de la ciudad coincidía con un botijero. Un compañero de oficios si así se quería ver, acompañado con su asno y dos sacas de productos que por momentos parecían irrompibles. Había botijos, por supuesto, aunque también perolas e incluso algún elemento de cocina. Ellos se hicieron amigos. Y allí hacían sus pequeños pactos. Era curioso, pero funcionaba.

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Si una mujer, o su criada, compraba dos cuartillos más de leche de lo esperado el botijero le rebajaba el precio de una de las piezas que iban en su burro.

Y al revés, si en una casa se compraban un par de botijos y alguna cazuela de barro se le podía regalar un par de cuartillos de buena leche recién ordeñada.

Más allá de la oferta final y del acuerdo con los titulares el pacto, el real, se fraguaba entre Pepa y el botijero. De ahí nacían sus acuerdos y sus negocios. Sus repartos, también.

Recuerdo la imagen de Pepa y al botijero cuando se ha pasado una nueva cita con las urnas. Con el tiempo electoral consumido, al menos en su primera fase, desde este lunes se abre la puerta a los pactos. Y en ellos, un poco de todo. Habrá compañeros de viaje tan extraños como el botijero y la abuela lechera. Ahora, en su versión política.

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Y hasta el acuerdo final, como entonces, como en aquellos tiempos, un largo caminar de quienes buscarán ofrecer un producto que pueda convencer a los vecinos y vecinas de sus ciudades de que nada hay mejor que el envoltorio final que se les ofrece. La mejor oferta tras las urnas, va de su mano. Y el futuro, nos dirán, está en las mejores manos.

En toda la comunidad, salvo excepciones arrolladoras, toca unir cuartillos y piezas de barro con toda la naturalidad. Pasado el 28M es la hora de ver cómo son capaces de armar beneficiosas sociedades que alcancen el buen gobierno institucional.

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Pepa y el buen botijero, por si sirve, tuvieron un escaso tiempo de felicidad... comercial, quiero decir. Y eso es lo que viene. A falta de grandes mayorías... leche con botijos.

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