Con las urnas a la vuelta de la esquina y las papeletas sobre la mesa todo huele a elecciones. Hay quien apunta a este tipo de convocatorias como la fiesta de la democracia (un clásico a la hora de hacer referencias electorales), una reivindicación del ... poder ciudadano sobre el poder político (siempre tan aparentemente lejano y casi apocalíptico) o la oportunidad de quienes se sienten gobernados para, durante un estrecho margen de tiempo, gobernar sin reparos.

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Frente a esa versión tan romántica de los procesos electorales está aquella de quienes se sienten escépticos por naturaleza, y no son pocos. En general la política, para ellos, pasa por ser una especie de tómbola abierta cuando se entra en la campaña.

Y de sus estanterías van descendiendo un poco de todo, unos días un peluche gigante con forma de oso, otras una vajilla de cocina, hay tardes en las que triunfan los muñecos de trapo o los juegos de mesa y otras en las que se regalan abanicos como si no hubiera un mañana. Abanicos de colores, por supuesto.

Es cierto, cada convocatoria electoral siempre llega acompañada de una lluvia de buenas intenciones y de difícil ejecución. Son tiempos en los que prometer resulta tan sencillo como olvidar lo comprometido y el balance queda tan lejos que parece importar realmente poco.

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Si acaso está el consuelo de que, al menos hoy, ya no hay que votar 'porque sí' al candidato de turno. Realmente, aunque no lo parezca, hubo otros tiempos para las campañas electorales. En la montaña leonesa, por ejemplo, quedan prendidas a la memoria historias inolvidables de épocas pasadas.

Y entre esas historias, imposibles de olvidar, está la del candidato que, con cierto humor, pedía puerta a puerta el voto en compañía de su burro. Y bromeaba sobre quién de los dos era el candidato que se presentaba a la alcaldía. Siempre ganaba el asno.

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A no tantos kilómetros de distancia de aquel fenómeno de la política crecían otras historias para enmarcar. Un alcaldable, eterno hasta que los años consumieron sus fuerzas, siempre hacía campaña puerta a puerta. Visitaba a cada vecino y, si estaba ausente por las labores propias del ganado, acudía hasta los pastos para entrevistarse personalmente. Allí pedía su voto. En un pueblo en el que todos se conocen, nadie le falló a la hora de llevar la papeleta a la urna.

– «Era tan amable, y siempre nos visitaba con la escopeta al hombro y los cartuchos en la cintura», recuerdan los lugareños.

Resulta enorme el poder de convicción de un arma de doble tubo, sin duda. Mucho más que las palabras, seguro.

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Un panadero y candidato decidió, por contra, regalar algunos presentes a los vecinos al mismo tiempo que les requería atención para conseguir el voto. Pan por votos, buen trato, seguro.

Y el último, de los que se recuerdan, se fraguó en una de las pedanías provinciales. Allí el candidato acudía a las cocinas de sus convecinos, se sentaba a la mesa y degustaba el embutido y el vino de la despensa familiar, y siempre invitado. Al terminar, pedía el voto.

Regresar a casa cenado y con el voto en el bolsillo tiene que resultar una sensación única para cualquier político.

Aquel 'pelaje' de la campaña ha desaparecido: adiós a los panes recién horneados como regalo encubierto, adiós a la escopeta de cartucho como si se estuviera de caza, adiós a las cenas gratis a costa del embutido que la familia tenía a buen recaudo en el arcón y adiós al ejemplarizante paseo sobre un asno, ahora a buen recaudo en su establo.

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Hoy hay tómbola, mucho mejor.

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