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Apenas doscientos kilómetros separan la punta nororiental de Qatar y la costa de Irán, el canal del mar Pérsico por donde navegan en desfile permanente ... los petroleros desde aquella región de hidrocarburos rumbo al mundo entero. Es ese un paraje de arenas infinitas sobre las suspicacias históricas de los países productores de crudo que alimentan a los cinco continentes. La cercanía de sus costas y el temor a represalias no lograron acallar la protesta de los futbolistas iraníes en su primer partido del campeonato del mundo frente a Inglaterra: con los ojos clavados en el césped del estadio Khalifa de Doha, abrazados ellos y con la boca cerrada, protagonizaron sin miedo un episodio histórico: los jugadores de la selección de Irán se negaron a cantar el himno nacional a pesar de la amenaza de duras represalias.
Fue esa la señal de una protesta que había saltado desde a las calles de Teherán y de otras grandes ciudades iraníes por la muerte de una joven, a manos de la policía, que se negó a vestir el velo islámico. La protesta popular comenzó hace tres meses a causa de la muerte de Mahsa Amini, una joven de 22 años de origen kurdo que se ha convertido en el símbolo feminista del país tras morir ella en prisión a manos de la policía por no llevar el velo y las prendas holgadas que cubrieran sus brazos y piernas, como marca la ley coránica.
Mahsa Amini salía de una estación de metro en Teherán cuando fue detenida por la Policía Moral, encargada de hacer cumplir las normas de moralidad femenina, encarcelada luego y sometida a tortura. Obligado por el escándalo internacional que el suceso había provocado, el gobierno de Ebrahim Raisi anunció la disolución de la Policía Moral y rebajó las amenazas de castigos semejantes contra las mujeres. El fútbol y las manifestaciones multitudinarias, incitadas por varias organizaciones de derechos humanos, ponen de manifiesto la confusa coyuntura del gobierno islamista frente a la protesta popular.
Es difícil determinar la respuesta de ese gobierno, sometido a la creciente presión popular de las manifestaciones callejeras y a la censura de las instituciones internacionales feministas. Alexis de Tocqueville advirtió en su tratado sobre la buena política que «el momento más peligroso de un mal gobierno es aquel en que sus dirigentes intentan enmendarse».
La represión del régimen islamista iraní, dictada por las normas religiosas plasmadas en su Constitución e inspirada por el rigor de la divina providencia y la religión revelada, ha multiplicado en las últimas semanas la aplicación de la pena capital a quienes, según las leyes coránicas, «son culpables de hacer la guerra contra Dios». Las milicias encargadas de imponer esa ley divina, aplicadas hasta ahora en secreto, se hacen visibles como método opresivo y autoritario para frenar y castigar a las nuevas generaciones, que no están dispuestas a someterse al régimen estricto del gobierno surgido hace cuatro décadas de la revolución del ayatolá Jomeini.
La persecución y el ajusticiamiento de jóvenes presuntamente sacrílegos, como el joven Mohsen Shekari, acusado de atacar a un paramilitar de la élite gubernamental, están resultando ser el mejor método de intimidación, en una barbarie pública: la ejecución de Shekari, ahorcado en lo alto de una grúa y sin juicio justo, es una amenaza del gobierno islamista a los jóvenes manifestantes y la primera oleada de penas de muerte relacionadas con la revolución de las mujeres. La brutal represión policial, que se ha cobrado ya la vida de más de medio millar de personas, incluidos 63 niños, no ha logrado detener la protesta. Tampoco el miedo colectivo intimida las detenciones masivas que han encarcelado a más de 20.000 personas desde hace tres meses.
La capacidad represiva del régimen iraní sigue siendo formidable. El ayatolá Alí Jamenei, el octogenario líder supremo, dispone de 190.000 miembros armados de la Guardia Revolucionaria Islámica y decenas de miles de militantes encargados de infundir miedo y moralidad.
El Ejército de reclutamiento no ideológico, cuyas fuerzas activas se estiman en 350.000, no participa en la represión de las protestas, pero la esperanza de que se unan algún día a la opresión de los ayatolás es muy escasa. La experiencia enseña que los gobiernos autoritarios y dictatoriales ofrecen solo transitoriamente pequeñas o nulas concesiones, como la anunciada disolución de la policía encargada de imponer la moral que justifica la opresión por motivos religiosos. La protesta popular no ha cesado, sino todo lo contrario, y los líderes religiosos se enfrentan por ello a una decisión difícil.
Aplicar más represión provoca el riesgo de una escalada del conflicto, pero si ellos ofrecieran concesiones verdaderamente convincentes, chocarían con la resistencia de un ejército paralelo, el de la Guardia Revolucionaria, cuya posición les garantiza poder político, influencia económica e ingresos considerables.
Al igual que otros regímenes autocráticos, la República Islámica de Irán está gobernada por el autoritarismo y el miedo, pero hay señales de que la intimidación se está disipando. Las mujeres prescinden del velo y los presos políticos se muestran desafiantes a pesar del encarcelamiento y la tortura. En lugar de disuadir a los manifestantes, los asesinatos conducen al duelo que perpetúan sus protestas.
Los futbolistas iraníes del estadio Khalifa de Doha pisaron el césped unidos y dispuestos a la protesta. No les pudo el miedo y gritaron con su silencio. El poder de los impotentes está en la palabra, ahora en Irán como lo estuvo en Europa del Este. Solo el silencio general logra ocultar la ferocidad de un régimen nefasto.
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