La Cumbre del Clima y la multitud de foros complementarios que se celebran estas semanas vuelven a poner de manifiesto la necesidad de una actuación urgente, masiva y coordinada para frenar el cambio climático. Y no es un objetivo utópico: lograr una economía neutra en ... emisiones de gases con efecto invernadero en 2050, como marca el Acuerdo de París, está al alcance de la mano en Europa y el resto de países desarrollados.
Por primera vez se combinan los cuatro ingredientes fundamentales para que la gran Transición Energética sea factible: una decidida presión regulatoria por la Unión Europea y los gobiernos nacionales; una creciente concienciación social y política; enormes mejoras tecnológicas que hacen rentables sin subvenciones las energías renovables, y por último, una movilización masiva de recursos financieros, donde los inversores –también los particulares– podemos y debemos jugar un papel crucial.
La UE lidera, sin duda, la iniciativa mundial para reducir las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero y, además, para lograr un efecto multiplicador positivo sobre la economía. A lo largo del último lustro ha desplegado un paquete legislativo integral dirigido a que en 2050 se logre la «neutralidad climática» en el continente. Varias directivas y disposiciones complementarias sobre eficiencia energética, generación eléctrica con fuentes renovables e integración e interconexión de los mercados energéticos han sido ya aprobadas por la Comisión y el Parlamento Europeo. La UE estima que se requerirán inversiones de unos 215.000 millones de euros adicionales anuales respecto a la tendencia actual.
El instrumento más potente de la UE es la obligación impuesta a los gobiernos nacionales de elaborar planes de energía y clima 2021-2030. Los borradores ya fueron remitidos a la Comisión Europea a final de 2018, fueron evaluados en junio de este año y tendrán que estar aprobados a finales de 2019. Todos ellos deben ser consistentes con el objetivo agregado de reducción de las emisiones de CO2 en un 40% en 2030 respecto a 1990, a base de mejorar la eficiencia energética en un 32% desde ahora, y elevar el peso de las fuentes renovables hasta que representen el 32% del mix energético.
En concreto para España, el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030 –que probablemente sea aprobado por amplio consenso en los próximos meses– pretende, por una parte, reducir las emisiones en un 30% y, por otra, que el 74% de la potencia instalada de generación de electricidad en esa fecha sea renovable. También contempla inversiones superiores a los 230.000 millones de euros (más de 100.000 en energías renovables, 86.000 en eficiencia energética y 41.000 en redes y electrificación), de los que más de 45.000 millones provendrán de ayudas públicas europeas y de los tres niveles de la Administración pública española.
Todas estas cifras no tendrían sentido sin una revolución paralela en las tecnologías de generación de energía solar, eólica y de acumulación en baterías. Las últimas subastas han demostrado ampliamente que ambas fuentes son ya rentables sin necesidad de primas, a la vez que la escalada del precio de los derechos de emisión de CO2 expulsa del mercado a las centrales térmicas. Esa reducción del coste de las instalaciones, unida al abaratamiento de la financiación mantiene muy elevados los retornos sobre la inversión a pesar de la eliminación de las subvenciones y del probable desplome del precio de la electricidad en el mercado mayorista.
Resulta evidente que los constreñidos recursos públicos van a ser insuficientes para lograr una rápida y masiva Transición Energética, que va a ser financiada por una inversión privada ávida de rentabilidades en un mundo de tipos de interés mínimos. Estamos contemplando una reorientación masiva de flujos de fondos hacia las llamadas Inversiones Sostenibles, que mejora la disponibilidad y el coste del capital de los proyectos de renovables y eficiencia energética, mientras priva de recursos y encarece la financiación de las actividades más contaminantes.
Esta migración de capitales, inicialmente liderada por grandes inversores institucionales como los fondos de pensiones y fondos soberanos, se produce cada vez de una forma más coordinada por el conjunto de la industria financiera, incluyendo bancos, gestoras y aseguradoras. Más de 2.200 entidades, que gestionan más de 90 billones de dólares en todo el mundo, han suscrito ya los Principios de Inversión Responsable (PRI por sus siglas en inglés) de la ONU, que incluyen normas detalladas sobre cómo canalizar sus activos para acelerar y generalizar el crecimiento social y ambientalmente sostenible.
Las inversiones financieras sostenibles serán la norma en pocos años, gestionando billones de euros que no solo busquen maximizar la relación entre rentabilidad y riesgo, sino también el impacto positivo. No tardaremos en ver cómo los fondos incluyen en sus informes trimestrales los niveles de emisión medios de CO2 por cada euro de ventas o beneficios de las compañías en las que invierten. También serán habituales los 'rating' del impacto climático de cada fondo, al igual que los que ya califican su rentabilidad-riesgo.
La inversión con criterios de sostenibilidad se convierte así en una palanca muy potente para poder forzar a las empresas a cambiar su operativa, a través de la interacción con sus directivos, en las juntas de accionistas y exigiendo transparencia sobre sus impactos medioambientales. Aunque muchos todavía no sean conscientes, los ahorradores podemos hacer más para frenar el cambio climático que incluso como consumidores en nuestras decisiones de compra.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.