Valladolid, 12 de junio de 1808. Imaginemos a esos vecinos, parientes antepasados, con iguales apellidos y facciones que nosotros, herederos y testamentarios de la ciudad, antes que nosotros, que decidieron acercarse al páramo de Cabezón, al borde de los cortados esculpidos por el Pisuerga, para ... contemplar entre el estupor emocional que produce la evidencia inconcebible de la guerra y la seguridad física que otorga una distancia prudente, las evoluciones de aquellas tropas reclutadas con urgencia en la ciudad para hacer frente a la columna francesa que se les venía encima desde Burgos.

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Y a pesar de su improvisada estampa, que acaso podía ofrecer una imagen de frivolidad festiva o de curiosidad morbosa, dudo que alguno de ellos estuviera convencido, a pesar del fervor patriótico brotado en Valladolid durante los días previos a la batalla de Cabezón, de que aquel apresurado reclutamiento entre la mocedad del paisanaje podría realmente contener el embate de las fuerzas profesionales bonapartistas.

Aquel acontecimiento, además de luctuoso, caótico y lamentable debe ser, sin embargo, digno de nuestro respetuoso recuerdo. Nadie hizo acopio de gloria inmediata por aquella derrota, ni se formó leyenda o episodio nacional, como en los asedios padecidos en Zaragoza, en Astorga o en Ciudad Rodrigo; ni siquiera el arrojo probado por el cuerpo estudiantil, que renunció a la desbandada general y se mantuvo en línea de combate, aunque no logró frenar a los franceses. Tampoco sirvió para mostrar asomo alguno de habilidad profesional en una capitanía torpe en la planificación y ejecución de su estrategia.

El combate apenas duró lo que una desesperada escaramuza. Ante la superioridad bélica francesa, despiadada y mortífera, solo se pudo responder con la supervivencia que otorga una oportuna retirada. Acaso no era lugar ni momento para hacerse los espartanos.

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El sálvese quien pueda pudo confirmarse desde el páramo con desolación. Los curiosos regresaron de inmediato a la ciudad que sufriría los desastres de la guerra, la huida de no pocos vecinos, la impunidad del invasor, el abuso de su fuerza en la frágil dignidad de todo ciudadano. Los muertos y sus pertrechos, sin embargo, fueron abandonados por centenares tras la pelea a la necesidad impredecible de la fauna carroñera que recogería los restos materiales antes que los humanos.

España sufrió una invasión contemporánea a costa de su debilidad interna, de su atraso y de los delirios imperialistas que de vez en cuando nublan el entendimiento de un poderoso acomplejado. Quién sabe qué hubiese ocurrido sin la alianza contra la bota de Bonaparte y el auxilio de ingleses y portugueses que recompensó la determinación de un pueblo persistente en su lucha, a pesar de las numerosas derrotas como la de Cabezón; un cuerpo civil irredento, dispuesto a continuar combatiendo en la medida de sus limitadas posibilidades. Cómo no entender a quienes pasadas las centurias y a pesar de su inferioridad se enfrentan ante las fuerzas sordas y desmedidas.

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Hoy volvemos a ser vecinos subidos al páramo, aparentemente seguros en la distancia, pero también atónitos por el horror de cuanto puede verse desde allí. De aquellas experiencias pretéritas cuentan algunos que el cocido maragato comenzó a comandarse de fin a principio en la misma península inventora de la defensa numantina y del «no pasarán». También se recuerda, no sin orgullo, que de aquellas desgracias exportamos al mundo la palabra y el concepto de guerrilla; el mismo que tantas veces ha blandido una izquierda –hoy dividida y de perfil, paradójicamente inclinada a un vivir de rodillas que jamás la representó– como recurso para la defensa de los sometidos.

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