Años después de eso que dijeron de dejar la lucha armada, había que volver al norte del norte. Dejar la Ribera y meterse en la floresta, en los caseríos, llegar a los pueblos, con frontones vacíos y niños que cantan ahora reguetón de discoteca entre ... balanceo y balanceo de columpio. Y después ver la Navarra que da al mar, la de las ventas de Ibardin, donde se abre San Juan de Luz en todo su esplendor. Y mientras, en el lado español, una mezcla de ecologismo y el feminismo de Montero y los cuarteles de la Guardia Civil con una verja mínima. Y cruzando la muga, que no crucé en bicicleta sino en coche, eso: la hucha para los 'gudaris' y un lazo amarillo. Toda esa geografía de la zona más bonita de España pudiera haber sido más de lo que es, pero tuvo que salir un curilla trabucaire carlistón, una mezcla de antifranquismo y laburu mal entendido que, de entrada, nos ha quitado una cultura milenaria a nosotros, los españoles de secano.

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Ainhoa, Zara, Zugarramurdi, Biriatou, Hendaya y el famoso bar Faisán. Y el Pirineo, en Larrún, muriendo literalmente en el mar. Y allá, desde el alto de Ibardin, a lo lejos, las Landas, donde empieza a terminar el sueño vascongado.

Fue un viaje de trabajo, pero anduve entre mugas, comprobando que hay una generación que quiere vivir y a vivir empieza, y otra que aún le guarda las nueces, bajo el Bidasoa, al padre Arzalluz. Este viaje navarro y vasco me metió yodo en el alma, un paisanaje de dulce y algún que otro 'abertzalado', ya en «el Estado francés» al que hablamos en catalán, por no parecer lo que en el fondo es uno: periodista, andarín, curioso y viajero.

Y castellano.

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