Cargados de salvoconductos, unos cuantos españoles salieron ayer dispuestos a cruzar fuertes y fronteras antes de ser de nuevo perimetrados durante el puente de la Constitución. Nada comparado con lo que ocurrirá durante los días de Navidad, donde además de salvoconductos será necesario proveerse de ... pasaportes, libros de familia y certificados de nacimiento, de empadronamiento y de penales, si no se quiere tener problemas de identificación. El resto se queda en casa, alargando hasta el paroxismo el cautiverio y la obediencia, debida o indebida. Acaso con el consuelo de echar mano, en el desfallecimiento de las horas, a un viejo libro, y encontrarse con esos versos de la gran Gertrudis Gómez de Avellaneda que dicen: «Escrito estaba: el cielo me condena / a tornar siempre al cautiverio rudo, / y yo obediente acudo».
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La obediencia, sin embargo, no siempre es fácil de entender. Y menos cuando el mismo que aboga por la docilidad en los encuentros personales se afana en dar carta de naturaleza jurídica a los desencuentros políticos. Llámense desobediencia o sedición. La pancarta de Torra se va al Museo de Historia de Cataluña. Y España vuelve a ponerse en el reverso de Europa al ablandar aquí lo que allí se pretende endurecer. Bruselas piensa en generalizar el delito de sedición, después de darse cuenta de lo que significa tener a Puigdemont en la Eurocámara. Y a Polonia y a Hungría dando nueva vida al virus del nacionalismo desobediente. Y Madrid quiere eliminarlo. Ya nos lo explicará en detalle Joan Tardà, ahora que Televisión Española le ha convertido en tertuliano, seguramente en representación de la España plural. Aunque tal vez ahora que los ultras piensan en fusilar a 26 millones de hijos de puta (¿cuál será la base del cálculo?) se piensen un poco mejor en revisar la etimología de la palabra sedición, que viene a decir más o menos eso: ir lejos, demasiado lejos.
Unos tan lejos y otros tan cerca, según los caprichos del perímetro. Y frente a las magnas desobediencias, la búsqueda de la inmunidad del rebaño. Con rediles, a falta todavía de vacunas. Con un lío monumental a la hora de decidir, en las mesas festivas, el grado de convivencia de suegras, consuegros, cuñados, concuñadas, primos terceros, amigos del alma, pobres de Nochebuena, allegados, amantes y conocidos con derecho a roce. Y todo para tomarnos las uvas con Anne Igartiburu crionizada y con la plaza vacía. Y con ese reloj de Gobernación que Madrid estuvo a punto de venderle a Venezuela –cuando era Venezuela– en el año 1952. Menos mal que no lo hizo. Será el único desahogo comunitario para las campanadas más tristes de nuestra historia reciente.
«Suena en un gris rojizo la esquila del rebaño», escribió Federico García Lorca en su poema 'Campo'. Ni la música ni el color de estas navidades podrían ser más descriptivos. De poco o de nada va a servir estar ya entre los menos contaminantes de Europa. Al final, parece que no cabe duda de que todos –los madrileños no deben andar lejos–, a fuerza de contagiarnos terminaremos adquiriendo la inmunidad de rebaño. Como tampoco cabe duda de que seguiremos siendo rebaño, y majada con majaderos, antes que con pastores.
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