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En la vorágine de la pandemia, un ciclón galopante entre más sombras que luces, los epidemiólogos certifican desde el silencio de los laboratorios el naufragio de sus pronósticos, revelados con la urgencia exigida por la catástrofe y su incertidumbre cotidiana. La ansiada vacuna se anuncia ... en lontananza pregonada por la codicia de los países ricos, el prestigio de algunos laboratorios y la ley del mercado bursátil, que seduce a los especuladores convertidos en meros bandidos sentados en torno a una mesa de póquer. El escaso arsenal científico para vencer con garantía al virus enemigo se fortalece a gran lentitud: no hay protocolos clínicos con patente de seguridad, las secuelas de la enfermedad son más profundas de lo previsto hace sólo unas semanas, las estrategias para frenar el contagio muestran una debilidad inusitada y algunos portavoces de la Organización Mundial de la Salud, desde su credibilidad muy mermada, pronostican su larga persistencia e incluso la eternidad de esta pandemia universal.

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Ante este panorama de otro fin del mundo, estrategia puesta en práctica por los poderes ocultos sin límite en sus ambiciones y poderío, el ciudadano escéptico se siente zaherido en sus derechos y libertades. La pandemia que no cede y los temores colectivos debilitan el diagnóstico esperanzador de algunos epidemiólogos, que pronostican la desaparición casi total en España del covid-19 en dos o tres semanas. El calor estival y las mascarillas habrían logrado el milagro; sin embargo, ese proceso de desvanecimiento fulminante del virus no ha ocurrido aún en ningún otro país o latitud terrestre, y ese posible fenómeno benigno es poco homologable. El avance de la epidemia es tan aleatorio como imposible es fijar un protocolo universal para limitar su expansión y aplicar la fórmula que algunos líderes políticos, Donald Trump y Boris Johnson, propusieron para evitar la ruina de la economía a escala planetaria: la inmunidad del rebaño, el contagio de la mayor parte de la población que lograría hacer frente al coronavirus gracias a la generación masiva de anticuerpos. Ante la capacidad letal del virus y el precio desmesurado de la mortandad consiguiente, ningún país próspero se aventuró a poner en práctica ese remedio en apariencia rápido, rentable y duradero.

Por un azar paradójico, el experimento de forzar el contagio masivo de una población, se ha practicado casualmente en Iquitos, la gran ciudad de la Amazonía peruana a donde sólo se llega viajando en avión desde Lima o navegando durante dos o tres días por el río Amazonas y sus afluentes desde Colombia, Ecuador y Brasil. El confinamiento de su población, 430.000 habitantes cercados por la selva y los ríos Itaya y Amazonas, provocó allí una infección galopante y desbordó a sus indigentes servicios sanitarios. Una encuesta sobre la prevalencia de la enfermedad, casi un millar de pruebas rápidas, patrocinada por la Dirección Regional de Salud del Departamento de Loreto, descubre que nueve de cada diez habitantes de Iquitos han generado ya anticuerpos frente al Covid 19. El 71% de los casos diagnosticados ha superado la infección, mientras que un 22% todavía mantiene activo el coronavirus en su organismo, una fuente de contagio para los pocos que aún no se han visto afectados por la pandemia.

Recibí desde la primera hora de la epidemia, a finales del mes de marzo, las noticias trágicas de lo que allí acontecía, el contagio en masa, el desabastecimiento de material sanitario en sus tres hospitales, la mortandad desbocada, la desesperación de todos. Y como acontece cuando cae sobre ellos una amenaza acuosa, la mayoría de los iquiteños no acudieron a los hospitales colapsados, pero siguieron tomando pastillas de cloroquina, que se recetan por kilos para prevenir o combatir la malaria. Visitaron los enfermos a los chamanes, se inyectaron vacunas antiparasitarias para animales y buscaron en sus chacras plantas medicinales que refuerzan el sistema inmunológico, remedian cualquier enfermedad y merman sus efectos, como la ayahuasca. Es difícil calcular la mortalidad del coronavirus en aquellas selvas, donde sólo el 13 por ciento de la población tiene más de 50 años. A pesar de la indisciplina social, la nube húmeda de la contaminación cargada de virus chocó contra la fe en la naturaleza, y el coste doloroso de la epidemia en la ciudad no ha superado las 3000 víctimas mortales, decenas sólo en las aldeas aisladas.

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He visitado más de una decena de veces Iquitos y el esplendor de ríos, cochas y florestas que rodean a esa capital de la Amazonía peruana. Contemplé el poderío del Amazonas, que amenaza con la ira de un dios desconocido a la ciudad cercada, y he navegado hasta muy lejos por su cauce inabarcable ceñido al murallón, amenaza y mandato de una naturaleza lujuriosa. Los iquiteños nacen y mueren con el temor de una tragedia colectiva pegado a su piel, negro como el caparazón de una tortuga charapa. Una profecía de chamanes anuncia que el gran río arrastrará sin remedio en época de lluvias el gran malecón de Iquitos, donde se alinean los hermosos palacetes de los caucheros y se rinde homenaje a Brian Fritzcarraldo, el extravagante irlandés que intuyó el negocio del látex. Aquella selva está habitada de espíritus malévolos, dispuestos siempre a emerger del río; pero esta vez se han salvado quizás porque un tunchi milagrero escondido en el misérrimo Mercado de Belén, el más populoso de Iquitos donde el 99% de sus vecinos están infectados, les salvó del coronavirus. Es una queja de la madre tierra, dicen los indígenas.

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