Como es conocido, se denomina 'millennials' a los ciudadanos nacidos a partir de 1980, que, según un informe del BBVA de 2018, forman «una generación digital, hiperconectada y con altos valores sociales y éticos. Todo esto y más les hace diferentes a generaciones pasadas [...] Algunos ... son 'hipsters' (afectados a corrientes minoritarias) y otros son más del lado 'mainstream' (afines a las mayorías) Pueden abrazar nuevos valores y también ser fans de lo 'vintage' y lo 'retro'. Esta generación supone el 24% de la población, son el público que se resiste a las empresas, reta al sector bancario para que les conquiste y son creadores de contenido e influyentes entre su público»...
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Los 'millennials' españoles, menores de cuarenta años, han batido una penosa marca histórica y generacional: han vivido dos grandes crisis seguidas, casi sin solución de continuidad, que los han postrado y han impedido su instalación profesional, su encaje social, su realización personal. Con la particularidad de que poco antes de que en 2008 estallara la primera conmoción, España era un vergel optimista y próspero en que se había llegado a murmurar entre dientes que los ciclos económicos habían concluido, que todo sería siempre un ciclo largo de Kondrátiev, que ya estábamos en una era de bonanza ilimitada.
Durante la gran crisis económica 2008-2015, que en España constó de dos recesiones sucesivas, los jóvenes –la «generación perdida» según Dominique Strauss-Kahn, el conflictivo director gerente del FMI en aquella época– llegaron a registrar una tasa de desempleo del 55%. Las edades de emancipación y del primer hijo en el caso de las mujeres se retrasaron hasta extremos inquietantes, que lógicamente repercutieron en una bajada de la tasa de crecimiento demográfico. Y se acuñó por aquel entonces el término 'mileurista', al que no lograba acceder una mayoría de los recién ingresados en el mercado laboral, que por otra parte habían de hacerlo de forma precaria, como laborantes temporales que no podían programar en absoluto su horizonte vital, ni siquiera a medio plazo.
La salida de la crisis, lograda mediante drásticas medidas de austeridad, generó una bajada de desempleo, pero no una mejora de las condiciones laborales de los más jóvenes. Surgió un concepto nuevo, el de la pobreza laboral, que afectaba a los trabajadores con un salario misérrimo que no permitía a sus familias superar el umbral de pobreza. La clase media se depauperó y se proletarizó hasta extremos inquietantes. El umbral del riesgo de pobreza lo marcaban entonces unos ingresos de 8.871 euros anuales en hogares de una persona y de 18.629 euros para hogares de dos adultos y dos niños. En febrero pasado, este Gobierno fijó el salario mínimo en 950 euros, y declaró la intención de subirlo hasta el 60% del salario medio al final de la legislatura.
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En este contexto de desigualdad todavía insoportable, el Gobierno se preparaba para instaurar una renta mínima vital, que evitase que la zona baja de las rentas descienda por debajo de determinado umbral de subsistencia. La necesidad de esta institución ha sido reconocida por personas de tan dispar ideología como Antón Costas o el exministro Luis de Guindos, actual vicepresidente del BCE. Pero es evidente que esta renta mínima, que evitará situaciones de marginalidad y miseria, no puede ser el desiderátum de las generaciones emergentes que ahora han de enfrentarse a otra brutal recesión, de mejor pronóstico que la anterior pero igualmente dura para quienes son sus víctimas directas.
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