Maltrechos, tocados, algunos hundidos, cansados, muchos desesperanzados… Así estamos saliendo de la crisis sanitaria provocada por la pandemia de la covid. No lo hemos hecho más unidos, ni más fuertes, como nos dijeron desde el Gobierno en los tiempos más duros, haciendo un ejercicio de ... voluntarismo naif. Nada de eso. La unidad brilla por su ausencia en una sociedad, la nuestra, en la que se evidencia, cada vez con mayor nitidez, la brecha entre aquellos que han podido ahorrar 50.000 millones de euros en este tiempo y aquellos que lo han perdido prácticamente todo.
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La recuperación es un hecho cierto. Cómo no va a serlo si venimos directamente de la ruina. Cualquier crecimiento desde la nada llama la atención, pero, a pesar de los datos del paro de ayer, el dibujo no sirve para conjurar una situación económica y laboral que dista mucho de alcanzar los niveles previos a la llegada del maldito virus. Aún quedan miles de compatriotas afectados por los ERTE, miles de autónomos en la cuerda floja, y ahí están los cadáveres de tantas empresas que sucumbieron en los largos días de confinamiento y retracción del consumo. De modo y manera que mejoramos si nos comparamos con los días oscuros, pero aún estamos lejos del fin de esta pesadilla. Además, para que no falte de nada, los datos macroeconómicos se empeñan tozudamente en llevar la contraria a las optimistas previsiones de ciertos estamentos políticos que parecen vivir en un país diferente o, simplemente, que tienen responsables al frente que no salen a la calle y no le preguntan a la gente.
Los precios se han disparado hasta un 4% durante el mes de septiembre provocando el mayor índice de inflación de los últimos 13 años. Una realidad que genera una disminución evidente de la renta en los hogares mermando su poder adquisitivo. La tormenta perfecta ha estallado, como el volcán de La Palma, en las materias primas energéticas. La escalada imparable en el precio de la electricidad no para de batir récords históricos alcanzando momentos en los que el megavatio hora supera los 220 euros. Esto, además de encarecer la factura un 47% en septiembre, según la OCU, afecta negativamente a los precios de todos los productos concernidos por el encarecimiento insoportable de la luz. Añadan a esto los precios de los carburantes, en ascenso libre desde hace semanas, y el más que previsible incremento del coste del gas en medio de un contexto geopolítico tan adverso como complicado entre Marruecos y Argelia, y tendrán una panorámica que no invita precisamente al optimismo, por decirlo de manera suave.
Muchos países se han lanzado a la compra desaforada de reservas energéticas de cara al invierno que viene. El trinomio electricidad, gas carburantes, puede ser la pesadilla de muchos hogares en los próximos meses a la hora de asumir el uso de la calefacción. El IPC se ha echado al monte y en esta situación elaborar unos Presupuestos Generales del Estado con los parámetros anteriores se revela como un ejercicio inútil que conduce irremediablemente a la melancolía. La inflación es el llamado impuesto de los pobres. Los precios suben más del doble que los salarios, los ahorros bancarios valen cada vez menos, calentar las casas y los comercios en el crudo invierno va a ser casi un lujo; y, mientas tanto, aquí gastamos tiempo y energías hablando de Puigdemont y de órdagos para aumentar el intervencionismo en la vivienda. Así estamos.
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