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Si existe el infierno, Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, debería de estar consumiéndose en su parte más profunda, apartado, eso sí, del resto de almas penitentes que vaguen por allí para evitar que los contamine. Su aspecto físico genera rechazo, pero es ... esa mirada suya cargada de lascivia lo que de verdad asusta. Maciel tuvo la suerte de morirse antes de pagar por sus actos, por lo cual conviene y mucho no olvidar quién era y, sobre todo, qué hizo este malnacido.
Corrían los años cuarenta cuando fundó la congregación católica Legión de Cristo, y aprovechando su habilidad para moverse entre las capas más altas de la sociedad y el poder político, logró expandir sus tentáculos por varios países del mundo. México, EE UU, Italia, España, Italia, Filipinas, Austria o Alemania, son territorios hasta los cuales llegó su alargada y maléfica sombra. Resulta complicado establecer una fecha de inicio en su dilatado historial de abusos, pero todo parece indicar que las prácticas pederastas empezaron desde el momento en el que este lobo con piel de cordero tuvo acceso a su primer rebaño de jóvenes seminaristas.
El informe detallado saldrá a la luz el 20 de enero aunque ya se sabe que abochornará a la comunidad internacional y –espero que también– a la religiosa. Ellos tienen su parte de culpa, y no es baladí, ya que no son pocos los casos que llegaron hasta las esferas más altas de la Iglesia Católica y estos no solo evitaron poner remedio inmediato sino que se empeñaron con denuedo en tapar un escándalo que podría haber dinamitado los cimientos del Vaticano. De sobra son conocidos los casos de abusos denunciados en Irlanda, EE UU o España, por citar algunos ejemplos, pero este de los Legionarios de Cristo se lleva la palma de la aberración.
Sobre la memoria de Marcial Maciel pesan al menos sesenta denuncias –entre las que se cuentan las de tres de sus cuatro hijos reconocidos con otras tantas mujeres–, otros cargos por fraude y extorsión, así como una acusación por haber plagiado la obra que publicó con su nombre y que sirvió de libro de cabecera de su congregación. Según desvelan algunos testimonios, Maciel, adicto al demerol y a la morfina, justificaba las relaciones sexuales con menores aduciendo una extraña dolencia que solo el semen de los niños podía aliviar. Paradójicamente, algunas de sus víctimas se convertirían con el tiempo en verdugos de futuros seminaristas, cerrando un perverso circulo vicioso de abuso generalizado dentro de la congregación, una práctica que era sobradamente conocida por la jerarquía eclesiástica.
Se sabe que a la mesa de Juan Pablo II llegaron informes con los que el Santo Padre, supongo, se limpiaría su santo culo, y no fue hasta que el asunto se convirtió en algo tan grande que resultaba imposible de ocultar que el papa Benedicto XVI decidió prestarle oídos. Le retiraron del sacerdocio, cierto, y en el año 2010 los Legionarios de Cristo reconocieron a través de un comunicado las prácticas inmorales de su fundador, aprovechando el mismo para desvincularse por completo como institución. Un cobarde intento de «si te he visto no me acuerdo» que no parece que vaya a obtener el efecto buscado habida cuenta de que son al menos treinta y tres los miembros de Legionarios de Cristo con delitos probados de abusos contra menores, muchos de ellos cometidos cuando ocupaban altos cargos dentro de la congregación.
Ojalá todos estos malditos bastardos tengan el final que merecen, en vida a poder ser, y, si no, que se pudran en ese doloroso infierno que un día ideó Dante, porque no creo que haya un delito más deleznable que aprovecharse de la inocencia de los niños. Mucho más cuando el propósito no es otro que satisfacer su depravado apetito sexual.
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