Sede del Tribunal Constitucional. OSCAR CHAMORRO

La indignación del columnista

La renovación del Tribunal Constitucional ha reunido en este caso todos los elementos más abyectos que pudieron imaginarse

Antonio Papell

Valladolid

Martes, 23 de noviembre 2021, 07:16

En ocasiones, quienes nos dedicamos a analizar el proceso político de nuestro país, enmarcado en la globalidad del contexto, tenemos la inquietante sensación de haber perdido en alguna medida la perspectiva de los acontecimientos. Así, este articulista no termina de entender cómo se ha aceptado ... finalmente a los pocos días y con toda naturalidad la reciente renovación del Tribunal Constitucional, un organismo clave en el desarrollo político español que ha desempeñado un papel relevante en la modernización de la sociedad -las grandes reformas de contenido ético, como el divorcio, el aborto, el matrimonio gay, etc. han sido convalidadas por esta institución-, y ha jugado un rol destacado, no siempre benéfico, en el progreso institucional.

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Así, objetivamente, la sentencia 31/2010 de 28 de junio, que resuelve el «Recurso de inconstitucionalidad 8045-2006. Interpuesto por noventa y nueve Diputados del Grupo Parlamentario Popular del Congreso en relación con diversos preceptos de la Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña», fue el origen del llamado conflicto catalán. No se trata de poner en duda la calidad de la sentencia, precedida por un escandaloso juego de recusaciones y aderezada por jugosos votos particulares, sino de enfatizar la importancia de la legitimidad del TC a la hora de que la sociedad digiera dictámenes tan polémicos, que por añadidura desvelan carencias constitucionales manifiestas (es absurdo que se someta a revisión del Tribunal Constitucional un Estatuto de Autonomía que ya ha recibido el refrendo de los ciudadanos).

Pues bien: aunque el Tribunal Constitucional debe ser una institución fundamental del régimen, por lo que todos tenemos la obligación de velar por su prestigio y calidad, la tardía renovación de cuatro de sus miembros ha sido una operación denigrante, lesiva para la calidad de nuestra democracia, indigerible por la exigente ciudadanía y muestra de la dudosa entidad de nuestra superestructura política. Por fortuna, esta impresión tan negativa, que desde el primer momento uno ha sentido a examinar los hechos, no es solo propia: el notario Juan José López Burniol, una pluma afilada con gran criterio y sabiduría, acaba de publicar en la prensa catalana un artículo titulado 'Mediopelismo hispano' (un término utilizado por Víctor Reina) en el que dice descarnadamente que «no se sabe qué repugna más: si la conjura de Sánchez y Casado concertada por sus dependientes, el dontancredismo histórico y cobarde de los parlamentarios que han asentido bovinamente a la voz de su amo, o las tragaderas de inmarcesible calibre de aquellos elegidos que han soportado, impasible el ademán, un amplio rechazo social».

Por fin uno comprueba que una persona de talla intelectual innegable está tan indignado por lo ocurrido al menos tanto como este columnista, harto de ver desmanes y a veces con dificultades para atribuir la debida trascendencia a cada uno de ellos. La renovación del TC ha reunido en este caso todos los elementos más abyectos que pudieron imaginarse: el acuerdo fue tomado personalmente por los líderes de los dos principales partidos utilizando en exclusiva el criterio de manejabilidad y docilidad de las personas; no se ha tenido en cuenta el nivel profesional y académico de los elegidos puesto que se ha optado por perfiles grises de juristas que no han brillado en su especialidad ni han alcanzado las cimas técnicas del Derecho; se ha incorporado al organismo a un personaje que ha mantenido relaciones inconfesables con individuos corruptos, a los que llegó a prometer gestiones para aliviar su carga judicial acusatoria; un ciudadano que ha infringido incompatibilidades administrativas para cobrar impropiamente varios salarios al mismo tiempo y que, según informaciones no desmentidas, ha 'recomendado' a algún líder político de altura para proporcionarle adornos universitarios que no merecía.

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Imaginemos que este tribunal «renovado» ha de actuar de nuevo en algún asunto delicado como el Estatuto de Cataluña, o en ciertos avances sociales como la reforma de la ley del aborto o la instauración de la eutanasia, que ya ha interiorizado irrevocablemente la sociedad española. ¿Cómo se podrá pedir a la ciudadanía el acatamiento de una sentencia dictada por personajes que ni siquiera en todos los casos reúnen el atributo mínimo de la respetabilidad?

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