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Hace tiempo que pensaba en escribir esta columna, aunque no me presionaba a mí misma: sabía que titulándose independencia raro sería que no estuviese de actualidad. Por otra parte, raro sería que yo la hubiese obtenido.
Cuando estaba en el instituto, un profesor nos ... tranquilizaba respecto a la crisis. Él opinaba que, tal y como evolucionaba el asunto, para cuando saliésemos al mercado de trabajo estaríamos acabando de recuperarnos de la recesión en España. A los 23 no acabo de verlo, porque lo que él no podía calcular era que vendría otra, como las réplicas de un terremoto, como las grandes olas que rastrillan las playas tras un tsunami.
Quizás la política de hace, digamos, 40 años, tampoco pensaba en las réplicas de lo que estaba haciendo entonces. Hoy ese grano de descontento es un árbol frondoso en Cataluña, pero no arroja ningún fruto sano. El resentimiento solo ha producido una fruta que lleva nombres de libertad, que unos y otros agitan como bandera, pero emponzoñada de términos que hace mucho que olvidaron a su referente.
Y mientras, los jóvenes vegetan, o se comen el fruto. A veces al comérselo queman contenedores. Y otras veces, al morder la libertad, se ven transportados a otro país, a falta de querer fabricarse uno. No se marchan, emigran, a veces para extrañar a su patria tanto como pájaros forzados a buscar climas más cálidos, pero sin la esperanza del verano. Igual de pobres, llevan lo puesto, en el fondo, aunque sea de manera menos lírica, vistan ropa bien y mantengan un Instagram cuidado y un perfil en LinkedIn, por aquello de que las prácticas siempre llaman dos veces.
Hace unos meses, en Madrid, me sentí provinciana e indignada cuando me pidieron 2,50 euros por una caña proclamando que era barata. «Hombre, barata, barata, tampoco...», reí forzadamente. De acuerdo, la iba a pagar igual, pero que no me vendiera la moto de que era barata. Eso me enervaba profundamente. «Si ahora los estudiantes no tenéis problema, ¡os lo pagan todo los padres!», sentenció el señor, con una superioridad jovial que venía a decirme «te jodes».
Cesare Pavese, en un momento de despecho, fantaseaba con lo estético que sería acompañar la abyección moral con una material, y hablaba de unos zapatos rotos. Pero esa agradable simetría tampoco nos pasa, tenemos una sociedad de mascarada. Tenemos una España en la que se puede ser pobre con zapatos nuevos y muchos ministerios. La clave son unos padres comprensivos y un sentimiento de culpa obligado. Y la queja, oh, claro, como la que esgrimo yo ahora. Pero me parece un grito lógico, porque hemos aprendido sobre cosas que no nos estará permitido hacer hasta que peinemos canas, si no claudicamos antes para trabajar donde sea, convertirnos en mileuristas antes de los 30 y pensar en alquilarnos una vida.
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