![Una incertidumbre poco visible](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202206/12/media/cortadas/GF278RO1-kqpB-U1703683668356KI-1248x770@El%20Norte.jpg)
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Con todo lo que ha sucedido desde que hace ya más de dos años, aquel 14 de marzo de 2020, pasamos de la normalidad al confinamiento, es probable que haya todavía consecuencias importantes de la pandemia que no alcanzamos a valorar, porque todavía no han ... alcanzado la trascendencia que se les supone y se encuentran en estado de latente incertidumbre desde entonces. Pienso concretamente en una dimensión preocupante de los efectos económicos que la situación que hemos vivido ha podido tener para el mundo empresarial y que aún está por determinar, ya que uno de los parámetros más significativos para medir esa dimensión permanece inactivo desde entonces.
Me explico. Es de sobra sabido que una de las manifestaciones más perversas de los procesos de crisis que se prolongan en el tiempo es la denominada insolvencia, que puede afectar a un número indeterminado de deudores, sea familias o empresas, que se encuentran en dificultad de atender los pagos comprometidos. Si esa situación se extiende y se alarga, termina produciendo un efecto creciente en cadena, pues los impagos de unos provocan los impagos de otros, y así sucesivamente, hasta llegar a contaminar al conjunto, o a una parte importante, del sistema económico. De manera que el propio sistema está interesado en que la insolvencia no se extienda y, para ello, entre otras muchas medidas que pueden ponerse en marcha, obliga a los deudores que están en insolvencia a ponerlo de manifiesto a través de un instrumento legal que, permita, si fuera posible, reconducir la situación, o, al menos, a ponerle algún remedio en vez de agravarla, dejándola estar sin más.
Por desgracia, ese instrumento se ha hecho suficientemente conocido; lo fue ya con ocasión de la tremenda crisis de la década anterior, y no ha dejado de habitar entre nosotros desde entonces. Es el concurso de acreedores, ese estado legal en que puede encontrarse un deudor que ha llegado a la insolvencia, o que va a llegar a ella de forma inminente. La propia ley que lo regula, la nada simpática Ley Concursal, considera que un deudor está en insolvencia cuando no puede cumplir de forma regular las obligaciones que le son exigibles; y cuando tal cosa ocurre, lo que le dice es que está obligado, en un plazo de dos meses, a solicitar al juez competente la declaración del concurso, para ver si hay alguna posibilidad de llegar a un convenio con sus acreedores o, como por desgracia ha sido lo más frecuente, entrar en un proceso de liquidación de sus bienes para pagar las deudas hasta donde alcance. Si él no toma esa iniciativa, podrán hacerlo sus acreedores, pero se expone a un conjunto de consecuencias negativas que, en muchos casos, de conocerlas, le disuadirían de permanecer pasivo. Obviamente, también puede el deudor iniciar negociaciones con sus acreedores, especialmente si ya conoce que está próximo a la insolvencia, para intentar evitar el concurso mediante algún tipo de acuerdo preventivo que le permita reestructurar su deuda, enderezar su actividad empresarial con nuevas pautas de viabilidad y salir adelante. Y hasta los deudores que son persona física, en ciertos casos y con ciertas condiciones, pueden aspirar a esa conocida segunda oportunidad que supone quedar exonerados de una parte de las deudas que provocaron su insolvencia.
Hago esta brevísima exposición de la situación legal, absolutamente incompleta, para recordar a continuación cuál es la causa de la incertidumbre a la que me refería al principio: resulta que, al declararse el estado de alarma, se suspendió de inmediato ese plazo de los dos meses en que un deudor insolvente debe solicitar ser declarado en concurso de acreedores, con lo que quedó suspendida la obligación de hacerlo, lo mismo que también la posibilidad alternativa de que lo hicieran los acreedores, y sin que de ello derivaran consecuencias negativas para el deudor remiso. Se entendió entonces, con razón, que la paralización de la actividad provocaría pérdida de ingresos y dificultades de pago, de alcance más o menos transitorio, y se pensó que lo mejor era parar el reloj mientras durara esa situación.
Primero la moratoria se extendió durante el tiempo que durara el estado de alarma; pero el estado de alarma terminó, se volvió a declarar luego por más tiempo y en otras condiciones, se sucedieron aquellos conocidos altibajos de medidas restrictivas y asimétricas, y la conocida moratoria concursal, que eximía a los deudores insolventes de la obligación de solicitar el concurso de acreedores en dos meses desde que conocieran su insolvencia, se siguió prorrogando una y otra vez sin interrupción. Y el caso es que sigue prorrogada, concretamente hasta final de este mes de junio de 2022, salvo que volviera a prorrogarse, lo que ya no parece probable a estas alturas, contando además con que para entonces habría de estar aprobada una nueva reforma de la Ley Concursal que cambiará sustancialmente las reglas para abordar preventivamente las situaciones de crisis. Ni que decir tiene que todo ello se hacía pensando principalmente en las empresas, en las pymes, las más afectadas y las más expuestas al problema.
Así que la incertidumbre de ahora es ésa; qué pasará cuando la moratoria decaiga, qué grado de insolvencia permanecerá en el mundo empresarial, qué volumen de concursos de acreedores habrán de solicitarse y declararse y con qué consecuencias. Pues la verdad es que no se sabe. Muchos analistas han opinado durante este tiempo que la suspensión se prolongó demasiado, que en muchos casos ha podido funcionar la estrategia de la bola de nieve, rodando hacia adelante y engordando, mientras se escondía en la coartada de la moratoria concursal un agravamiento de la crisis que pasó de ser latente a ser evidente; o sea, que hubiera sido mejor abordar las insolvencias a medida que se producían. Seguramente en algo tienen razón, y algunos ejemplos lo ilustran bien. Tampoco hay que olvidar que lo que estaba suspendido era la obligación de solicitar el concurso, pero ni estaba prohibido, sino permitido, hacerlo, ni dejó de ser recomendable intentar negociaciones con los acreedores mientras tanto en busca de una solución. Por eso hay otras reflexiones con sesgo más optimista: también es evidente que aquella situación tan negra que se dibujó en marzo de 2020 se ha ido superando en buena parte y, aunque es cierto que muchas empresas de todos los sectores y todos los tamaños se quedaron por el camino, también lo es que muchas otras han podido aprovechar el tiempo de la moratoria para rehacerse y hoy están funcionando con la normalidad recuperada. De haberse visto obligadas a solicitar el concurso entonces, es probable que bastantes de ellas no lo contarían hoy.
En todo caso, pronto vamos a saberlo. Y sería oportuno analizarlo y extraer conclusiones por si, tarde o temprano, hubiera que abordar situaciones parecidas. ¡Que Dios no lo quiera, ni el género humano tampoco!
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