José Ibarrola

De la incertidumbre al desencanto

«Una proporción abrumadora de españoles asumió el cambio como lo más normal del mundo. Sin embargo, crece y se expande –en estos momentos– entre la gente de mi edad una cierta sensación de fiasco, de haber vivido una mentira»

Luis Díaz Viana

Valladolid

Sábado, 29 de agosto 2020, 07:16

Como muchas personas de mi generación, he atravesado –a lo largo de mi vida– por etapas muy diferentes de nuestro país y del mundo. Quizá por eso sea más bien escéptico respecto a los vaticinios que se hacen sobre el futuro. Y es que he ... podido comprobar que –a menudo– lo más improbable sucede, mientras que aquello que resultaba previsible no llega a ocurrir. Así, pasamos de una dictadura de manual a una democracia bastante mejorable. Y esto sin que sobreviniera el cataclismo con que muchos agoreros –incluidos nuestros padres y familiares– no habían dejado de atemorizarnos. Entonces se inauguró el periodo de una monarquía parlamentaria que ha pervivido hasta el presente, queriéndose evitar –de tal manera– conflictos y rupturas con el inmediato pasado. Lo que a una mayoría le pareció fenomenal, aunque otros tuvieran que renunciar a sus sueños revolucionarios.

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No importaba. Porque casi todos preferían tener una vida un poco más gris, menos heroica, pero sin sobresaltos.Hoy, muchos se preguntan si realmente las cosas fueron como creíamos que eran o –conforme declaran algunos protagonistas de aquella transición– estábamos engañados. Pues ese 'milagro español' de haber salvado como nación los obstáculos que presentaba el cruzar de una dictadura a la democracia, sin apenas grandes conmociones, no sería tal. Al contrario: ahora hay quienes experimentan vergüenza propia ante lo que se va sabiendo acerca de las andanzas y dudosos negocios del monarca emérito. Quizá a causa de que habían hecho de él un baluarte de la transformación del país y el talismán que salvaguardaba la tranquilidad de sus existencias. España y el mundo parecían estar bien hechos, ya que no nos iba tan mal. Y eso que –como actualmente conocemos– todo puede cambiar en un segundo. No únicamente en razón de que las catástrofes, los atentados o las pestes se encuentren al acecho, sino también porque cualquier tonto pegando un tiro a destiempo tiene el poder de alterar la historia.

Sobre el debate omitido –pero latente– entre monarquía y república se han dicho o escrito muchas memeces. Como sucedería con el delicado asunto de los desaparecidos y represaliados durante los años de la guerra civil se prefirió, hasta no hace tanto, obviar el tema. Y algo tendría que ver lo uno con lo otro, ya que al menos en lo cronológico (aunque no solo por ello), la monarquía encarnada en Juan Carlos fue –directamente– sucesora y heredera de la dictadura de Franco. Desde la izquierda, tanto o más que desde la derecha, se despachó –apresuradamente– la discusión acerca de la forma de Estado, determinándose que plantear la posibilidad de una república era asunto trasnochado y sin sentido. Algo pasado de moda y banal, nada más sostenido por quienes aún se resistían a abandonar un izquierdismo superado en la realidad. Y esas afirmaciones tan rotundas surgían, con frecuencia, de dirigentes e ideólogos del PSOE, que no de los sectores reaccionarios o ultraconservadores.

Bastantes de ellos se permitían hacer una verdadera profesión de fe a propósito del otrora mirado como providencial monarca: no se confesaban tanto monárquicos como 'juancarlistas' –según solían decir–. Lo cual ya debería habernos hecho considerar que los cimientos sobre los que se asentaba la institución resultaban inciertos, puesto que se apelaba a la personalidad del entonces jefe del Estado para justificar una pretendida adhesión a la monarquía.

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Lo improbable, que consistía en la restauración de la institución monárquica de un modo casi rocambolesco, se produjo instantáneamente –al punto de naturalizarse–. Y una proporción abrumadora de españoles asumió el cambio como lo más normal del mundo.

Sin embargo, crece y se expande –en estos momentos– entre la gente de mi edad una cierta sensación de fiasco, de haber vivido una mentira. Al entusiasmo de nuestros años jóvenes le ha seguido el desencanto sin remedio de la vejez… Lo que solo puede abocarnos a pensar que debimos vivir otra vida diferente, en una democracia y país muy distintos. Y que nada nos compensará de ese tiempo perdido, que nadie nos devolverá aquellos días idos para siempre.

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