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Hace ya demasiado tiempo que vivimos, sobre todo algunos, en 'y de la impugnación'. La descripción vale para algunos de los más llamativos movimientos de los últimos tiempos, exitosos, de capa caída o ya descalabrados. Vale, por ejemplo, para los auges sucesivos de Podemos, Ciudadanos ... y Vox. Vale, también, para el independentismo catalán, en su versión más añeja de Esquerra, la más punki –aunque tampoco nueva– de la CUP o el potaje que a partir de un 'establishment' desvencijado por la rapiña y unas gotas de nihilismo folk y pop ha perpetrado Puigdemont con lo que por ahora gira bajo la etiqueta JxCat. Vale, incluso, para el PSOE de Sánchez, basado en la enmienda a la totalidad de la herencia del férreo mandarinato ejercido por González y sus lugartenientes atrincherados en el aparato del partido o, en una medida mucho más leve, para la indecisa reacción a Rajoy que representa Casado, agarrotado por el escalofrío que produce su lejano inspirador Aznar cuando emerge de su gruta.
Algunas de estas impugnaciones tenían y tienen sólidos fundamentos, otras están traídas por los pelos del oportunismo y otras presentan ribetes indecentes. Decida el lector, en virtud de sus filias y fobias, qué conviene a cada cual. Es probable que no haya dos españoles que hagan exactamente el mismo reparto de legitimidades y consistencias entre todas ellas; forma parte de la idiosincrasia hispana, o tal vez, para no flagelarnos de más, de la saludable diversidad de una sociedad compleja y abierta en la que, además, existe libertad de expresión. Nota para los que se apresurarán a negarlo: mucha más que en la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro, el México del narco, la Rusia de Putin, la China de Jinping, la Turquía de Erdogan, y así podría seguir hasta llenar todo el espacio del presente artículo.
En esta hora, no es esa la cuestión principal. Lo perentorio es constatar que después de tantos años ya de impugnaciones, justificadas o injustificadas, alguien tiene que agarrar de una puñetera vez pico y pala y empezar a construir algo que sea un poco mejor o un poco menos impugnable que lo que tenemos en estos momentos: un edificio en notoria descomposición, apenas sostenido por la vigencia prorrogada de las Leyes Marianas –los últimos presupuestos de Montoro– y, por encima de todo y nunca se ponderará lo suficiente, el pundonor de la gente que se levanta cada día a hacer con profesionalidad su trabajo.
Parece apuntarse en el horizonte un Gobierno sostenido por tres de esos impugnadores. No solo es la ocasión para salir de la protesta sin responsabilidades, o para comprobar cómo dan trigo los que hasta aquí sólo predicaban. También lo es para empezar a construir algo que, por fuerza, defraudará las expectativas que no pocos de ellos, temerariamente, les crearon a los suyos.
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