A veces las imágenes que sostienen la información en la televisión desorientan la atención y se te meten entre ceja y ceja dispuestas a que una palabra las convoque de nuevo. En los últimos meses hemos visto cientos de miles de agujas clavándose en ... brazos de todo tipo y color. La consistencia de las carnes fue evolucionando desde los primeros nonagenarios, a los que vimos tantas veces que parecía que los conocíamos, hasta los adolescentes que caminan hoy hacia la aguja dando saltitos nerviosos. Con esas imágenes se podía hacer un jugoso estudio sobre las infinitas maneras de pinchar. De hecho, creo que si entre los televidentes había gente con fobia a las agujas a estas alturas de la pandemia estarán curados.
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Otra cosa ha sido el desastre del mar Menor, con todos los pececillos muertos en las orillas en unas cantidades inimaginables, flotando estériles. Ellos no lo sabían. Son peces, han nacido hace poco y además desconocen la capacidad destructora del ser humano. Tampoco han leído a García Márquez, ni saben lo que es la crónica de una muerte anunciada. Son peces, y además seres vivos, muy lejos de nuestra escala biológica, a nosotros nos preocupa, sobre todo, la industria turística y saber a quién se le pasa la factura, si al Estado o a la autonomía.
Y sigo con las imágenes de los fuegos de Estados Unidos, Turquía y Grecia, con el 'skyline' de la noche ardiente en las pupilas de los evacuados, imaginando su hogar consumido por el fuego. Los bomberos que asumen esa tarea casi imposible de batallar con el viento y perimetrar los territorios para que no se calcine todo, para que quede un rastro de esperanza. Los impedidos rescatados por la Cruz Roja de otra de sus desgracias, los que se quedan echando baldes a las matas de geranios que rodean su casa…
Los telediarios se han convertido en un martirio imposible a las horas de comer o cenar, con esas imágenes que quedan en nuestro cerebro como una cicatriz de la que pasamos en cuanto podemos. Ayer, o algun día de esta semana, cuando se abrían los programas con imágenes del aeropuerto de Kabul, con el caos que producían el miedo y la impotencia, veía a un niño al que su padre echaba agua por la cabeza y repartía lo que quedaba sobre una mujer envuelta en telas negras, cabizbaja, que estaba condenada a no ver. Se me ha colado entre los sueños.
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Ya sé que tiene que ser así; ver para creer, pero se me hace un poco cuesta arriba. Lo de leer, imaginar cada uno su propio horror o belleza, está cada día más caduco, pero a este paso creo que volveré a la radio, a la prensa escrita, a que me deje la información las manos libres y el sabio silencio.
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