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Lo de medir el prestigio al peso –al peso de la bolsa que sona, nen– tiene derivadas imprevistas, como que en el pedestal de los ídolos tendemos a colocar a gente que, en el fondo, tiene poco que idolatrar, más allá de su atrevimiento empresarial ... o de un acierto-pelotazo económico de esos que tanto abundan en el mundillo tecnológico. Así es como el propio idolatrado, a fuerza de recibir nuestros 'ooohhh' de admiración con puntito de envidia, acaba por creerse infalible, como si fuera Papa, y pontifica. Y resulta que tras el balance de Excel con números negros –parece que ese animal mitológico que no se convierte en números rojos el día 10 de cada mes existe, al menos en algunos casos–, tras ese balance, digo, lo que hay es un bocachancla de manual. Es el caso del tal Elon Musk, nuevo dueño de Twitter, muchimillonario bocazas que ha entrado como un elefante en la cacharrería de su nuevo juguete y ha provocado tantos ciscos en una semana que a este paso lo de Mark Zuckerberg y su emporio plagado de desinformación monetizada va a ser una broma. La forma de actuar de estos ídolos con pies de bits responde a un patrón. Son adalides del neoliberalismo a ultranza, el que desafía cualquier regulación, especialmente las fiscales, y habla de «libertad», con énfasis en la fibra sensible de la «libertad de expresión», solo porque esa es la mejor manera de eludir sus responsabilidades y obtener el máximo beneficio sin escrúpulos de ningún tipo. Porque asumimos confiados que los algoritmos nos guían, pero olvidamos con demasiada facilidad que esos algoritmos los programa alguien que obedece al interés de otro alguien. Algoritmos que funcionan de manera bastante opaca y que conceden, junto a la recopilación masiva de nuestros datos, un poder nunca visto en la historia a quien, en el fondo, no es más que en un empresario depredador. Y charlatán.
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