La propia definición, como punto de partida, invita al debate. De las cinco acepciones que aporta la RAE me interesa la tercera: «Conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta de las demás».

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A bote pronto parece más sencillo comprenderlo si lo circunscribimos a lo individual, dado que es un hecho que en cada persona se dan una serie de rasgos específicos que definen su carácter como ente individual y que terminan cristalizando en un comportamiento particular. En lo colectivo, sin embargo, cuesta mucho más aceptarlo, y aunque es una discusión que viene de lejos, la confusión relacionado con lo identitario sigue estando muy de moda. Recientemente lo hemos comprobado en las elecciones de la Comunidad de Madrid, donde unos y otros se afanaban por definir y acotar —con muy poco acierto, eso sí— lo que es y deja de ser la idiosincrasia madrileña con argumentos estrechamente ligados a la hostelería. Pero antes que ellos ya lo intentaron las autoridades catalanas y vascas con evidentes afanes nacionalistas, los nazis, los soviéticos, los ingleses, los japoneses, los hunos y quién sabe si también los sapiens contra los neardentales.

El diablo nos confunde.

De regreso al meollo de la cuestión, e independientemente de lo arduo que resulte domar el término y su significado, habría que reconocer dos hechos: que las identidades colectivas todavía existen a pesar la irremediable deriva hacia la globalización planetaria, y que, en materia identitaria, se puede evolucionar al alza o a la baja como si de valores bursátiles se tratara. Y si hay una que hoy no es ni la sombra de lo que fue esa es la identidad castellana. O mesetaria, como define Lorenzo Silva en su última obra, 'Castellano'. El escritor madrileño se aleja del género negro con esta deliciosa y arriesgada publicación de imposible etiquetado en la que aborda a título personal el tema que titula esta columna. Y lo hace recorriendo un itinerario vital con un punto de partida tan heterogéneo como lo son sus ancestros: mediterráneos y andaluces por línea paterna; castellanos por parte materna. Alternando capítulos de que forman parte de un íntimo periplo reflexivo con otros que narran la desventura comunera del siglo XVI, Silva consigue machihembrar la asepsia que envuelve a la crónica histórica con la emotividad con la que relata sus desvelos personales, forzando amablemente al lector a cavilar, lo cual, en los días que vivimos, es por sí solo digno de mención.

Lo extraño es que no sabría decir qué parte del todo ha captado más mi atención. Como historiador me interesa y mucho la narración de los hechos que protagonizó un pueblo que, cansado de ser pisoteado desde la distancia por un emperador extranjero, se alzó en armas con el propósito de hacer respetar sus mesetarios valores, esos que latían vigorosos entre la valentía y la inconsciencia. Como escritor, admiro y envidio el modo en el que Lorenzo Silva ha resuelto afrontar este nuevo proyecto literario: también entre la valentía y la inconsciencia, como dictaba su código genético.

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'Castellano' es por tanto una crónica novelada, o un ensayo intimista, o lo que le plazca al lector, porque no creo que exista un género en el que pueda encajar esta maravilla que ya está disponible en las librerías de todo el país.

Disfrútenla con la calma que requiere, y puede que la próxima vez que miren a su alrededor descubran que eso que nos cuentan sobre la identidad colectiva va más allá de lo sectario. En primer lugar porque no es un ingrediente que pueda añadirse al guiso que más convenga en cada momento, pero, principalmente, porque antes de hacer una tortilla para infinitos comensales hay que saber romper los huevos.

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Literalmente.

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