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Vista de el Valle de los Caídos. ANfrea Comas-reuters
Hic iacet...

Hic iacet...

«Lo que los grandes dictadores querían evitar al ocultarse eternamente no era la profanación de sus restos, sino la amnesia que conlleva la cercanía, la podredumbre»

Tomás Val

Valladolid

Viernes, 27 de septiembre 2019, 07:23

Dictadores de peseta, nunca mejor dicho. Creo que es el leonés Luis Mateo Díez quien nos cuenta, en uno de sus relatos, que un fantasma familiar se les instaló en el desván, como un okupa. Un muerto mediocre, un palizas, un coñazo. De Francisco Franco ... podríamos decir lo mismo, no hay manera de quitárnoslo de encima. Ojalá la reciente decisión del Supremo de autorizar la exhumación del cadáver del Valle de los Caídos y trasladarlo al cementerio de Mingorrubio acabe de una vez por todas con esta historia. Ese cementerio del Pardo es pequeño, feo, situado en ningún sitio, el antídoto de la eternidad. Los grandes dictadores, aquellos cuyo nombre desafía el paso del tiempo sin temor a su juicio, supieron bien que hay que ocultar cuidadosamente los huesos. Nada hay más prescindible que un cadáver. Atila, para evitar que sus restos anduvieran de mano en mano, para impedir el olvido, se hizo enterrar debajo del curso de un río. Lo mismo hizo el gran Alarico, que desvió el curso del Busento, cavó su sepultura, mató a los esclavos que realizaron la obra y volvió la corriente a su curso normal. Gengis Khan, otro dictador de champions league, ordenó que 4.000 caballos pisotearan su tumba para borrar cualquier rastro. Sus cuerpos nunca han sido encontrados. ¿Sobreviviría Alejandro si pudiéramos visitar su sepultura? Roma intentó por todos los medios descubrir el lugar donde yacían Cleopatra y Marco Antonio. China no hace nada por excavar el mausoleo gigantesco de Qin Shi Huang, su primer emperador. Almanzor nunca apareció. Los rusos se equivocaron al quemar a Hitler.

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