Afirmaba Bertrand Russell que los animales son felices mientras tengan salud y suficiente comida. Somos animales. A título individual acaso nos distingan otras necesidades complejas, pero, colectivamente, somos un inmenso y primario animal social que ruge si precisa alimento y muerde si siente amenazada su ... integridad. Salud y economía; ambas. Nuestro programa electoral básico lleva evos escrito en el ADN. Aunque ignoro si a la humanidad, como animal social, como criatura colectiva, podría invadirle una satisfacción tan profunda y completa, gracias a la salud y la bonanza, que bien pudiera considerarse felicidad. Lo cierto es que jamás hubo una humanidad feliz (o incluso satisfecha), aunque insistamos en el empeño de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Nunca se ha gozado de esperanza de vida semejante a la disfrutada en el presente y jamás hubo –tampoco ahora, a pesar de los empeños– un justo y pacífico reparto de la riqueza, una equitativa y respetuosa gestión de la abundancia. Nuestra historia se escribe a tenor de esa carencia inacabable. Y a pesar del año padecido, desde que la realidad nos propinara un cachete de magnitudes planetarias, la conquista de una inmunidad de grupo, al menos a escala local y regional, se aproxima a su pretendida eficacia y propicia un cántico meloso con la idea de regresar a la normalidad.

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Ahora bien: qué es la normalidad. Si consideramos que la normalidad es aquella situación que se atiene, precisamente, a la norma, no solo estamos inmersos en ella, sino que difícilmente hallaremos en el calendario de este milenio días y meses tan inmersos en el espíritu de la normalidad como estos propiciados por la alarma y la disposición constante de normas específicas. Por supuesto, no llamamos normalidad a esto, sino a aquellos hábitos que daban forma acogedora a nuestras vidas, a todas esas magdalenas dispersas en nuestro tiempo perdido que habremos de recuperar solo en la memoria para recrearlo.

Nuestra normalidad lo fue porque la ignorábamos, porque a diario se veía sometida a nuestro desdén; porque solo cotizó en su ausencia. Cómo reconstruirla, entonces, sin la añagaza de la invención. Advertía Freud que «no solo se olvida, sino que, además, se recuerda erróneamente». Llegados a este punto de la reconstrucción, acaso nos decepcione la constatación de que ni siquiera en recuperar la pretérita normalidad habremos de ponernos de acuerdo. Para algunos, ese retorno ha de ceñirse a la reconquista de la libertad individual. Otros, sin embargo, desearán que la normalidad acote el inminente libertinaje que se está apoderando de las relaciones mercantiles y laborales. Es fácil imaginar a Óscar Puente visualizando la vuelta a la normalidad con una Plaza Mayor repleta durante un concierto y a Pilar del Olmo devolviendo al tráfico motor la hegemonía perdida frente a la mítica, épica y utópica bicicleta, que diría Marc Augé.

Por su parte, los médicos de familia, incluso los mejores del mundo, saben que muchos usuarios de los centros de salud no son pacientes con patologías concretas que puedan someterse a un tratamiento, sino personas que conjuraban todas las semanas una soledad empeñada en pegárseles al cuerpo gracias a la visita al centro de salud, a la conversación en la sala de espera y a los tres minutos de charla con su médico. Pero tras las gafas de la gestión política, incluso una profesional harto conocedora de esta realidad, como Verónica Casado, es capaz de aceptar la vuelta a la normalidad acomodando la asistencia telefónica a pesar de esa otra epidemia de soledades invisibles que propicia. Al fin y al cabo, replicará alguien en algún despacho ante una hoja de cálculo, jamás hubo una humanidad feliz.

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