Cuando, en las fases más duras de la postpandemia, había que acudir a cenar a los restaurantes a las ocho de la tarde, no faltó quien pronunciara en voz alta eso tan manido de «estos horarios han venido para quedarse». Generalmente, quienes lo decían eran ... los mismos que repetían también, como un mantra, que «el-teletrabajo-ha-venido-para-quedarse». Y la verdad es que no se ha cumplido ni lo uno, ni lo otro. Es verdad que muchas empresas tienen abierta una puerta a la posibilidad de cumplir la jornada laboral desde casa, en determinados días, pero la inmensa mayoría han decretado la vuelta a las oficinas. Con respecto a los horarios de las cenas, ha bastado con que la situación permitiera levantar las duras restricciones, para que el personal haya vuelto a sus costumbres de siempre. Es la contumacia de la fuerza de los hechos.
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España es un país sui géneris en cuanto a horarios se refiere. Hay países que madrugan y países que trasnochan. El nuestro pertenece a las dos categorías. Somos una rara excepción en cuanto al momento de empezar a cenar y en lo referido a los hábitos nocturnos, y la mayor parte de la culpa la tiene la enloquecida oferta televisiva que hace comenzar el primer time' (el periodo de máxima audiencia), al mismo tiempo que otros países inician la franja de 'late night', (los programas de última hora de la noche). Hace años, a las nueve en punto comenzaban los telediarios, media hora después, el programa o película principal del día, y a medianoche ya estaba todo acabado. Ahora, por una absurda competencia entre cadenas, los informativos no terminan hasta cerca de las diez. En ese momento comienza el denominado 'access prime time', y hasta las once no llega la oferta televisiva principal. Con películas de dos horas y largos cortes publicitarios, la cosa no termina hasta pasada la una de la madrugada. Y si toca concurso de cantar, cocinar, bailar o hacer el pino; la hora se extiende hasta las dos.
Uno se pregunta quién puede acostarse a esas horas y rendir al día siguiente después de madrugar para estar en el trabajo a las ocho o las nueve. Le quitamos horas al sueño y la productividad se resiente. Somos una sociedad somnolienta por mor de lo absurdo de unas parrillas televisivas cuyos programas estelares no parecen terminar nunca. Todo esto resulta, además, especialmente irritante cuando los programas de cantar o cocinar se dirigen específicamente a los niños. Lo que es todo un delirio, se convierte en indignante al comprobar la cantidad de infantes que apuran esos espacios sin que sus progenitores, comprensivos ellos, les envíen a la cama a la hora que la lógica impone.
De modo y manera que cenamos tarde, estamos frente a la pantalla hasta bien entrada la madrugada y llevamos un estilo de vida poco saludable y escasamente rentable en términos de atención en el trabajo. Hablamos de una anomalía que no parece que tenga arreglo, al menos a medio plazo. Racionalizar nuestros horarios es una tarea pendiente que merecería una reflexión colectiva. Si el resto del mundo no trasnocha hasta lo irracional, deberíamos pensar por qué constituimos una excepción inexplicable. Apagar la television a las dos de la mañana o levantarse de un restaurante a la una, son estampas de una rareza que no queremos resolver. Un horario de millonarios o rentistas, pero incompatible con los currantes que tienen que poner el despertador muy temprano a la mañana siguiente para seguir dando cuerda al país.
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