Honrarás

Mi abuela Antonia se durmió casi en brazos de mi tía Pepi. La respiración se volvió torpe y descompensada hasta detenerse, quizás ante la tranquilidad de saberse querida y custodiada en el estertor. Mi abuelo llora su ausencia mientras pide no conocer la soledad. Y no lo hará porque esa casa se ha convertido en los últimos años en una especie de carrera de relevos donde nadie quiere perder su turno. El cuidado compartido siempre es menos fatigoso y allá abajo, en la calle Rosa Amarilla, donde todo huele a jazmín, no hace falta distribuir el horario porque todos saben cuándo deben estar.

Esto no es causal. Es un aprendizaje. Es el legado familiar que pasa de padres a hijos y llega hasta los nietos y biznietos. No es sencillo el cometido porque conciliar no lo es y, en ocasiones, se torna en inasumible. Hay que resguardar aún más a las familias, con bonos, pero también con bondad para dar la bienvenida a los nuevos sin desprotegerlos en la senectud.