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Hay que reconocerle a Pablo Iglesias que nos haya proporcionado, durante el confinamiento, la mejor novela de intriga policial que la inolvidable Agatha Christie se nos fue sin escribir. Entender y averiguar los intríngulis de algo tan normal como el robo de un teléfono en ... un centro comercial mantuvo y mantiene un suspense que ni miss Marple ni el propio Hércules Poirot han logrado contarnos con un final en el que aparezcan los malos caminando esposados de espaldas camino de la comisaría.
Es una historia complicada, salpicada de dudas, mentiras e iniciativas para distraer la atención del espectador. Pocas veces un vulgar teléfono móvil habrá dado tanto que hablar, tanto que especular ni tanto que sospechar como el que robaron a Dina Bousselham, asesora personal del político que con tanta ansiedad de poder llevaba tiempo maniobrando para lograr entrar en un Gobierno, algo que entre tanto consiguió. A partir de ahí la narración se pierde en detalles incongruentes y peripecias jurídicas que no logramos aclarar.
No se ha descubierto aún quién fue el carterista que con tan buen ojo de interés y curiosidad le robó el teléfono a Dina; por cierto, con dos números según quien haya participado en la denuncia: uno empezaba por 677 y otro por 660. Equivocaciones curiosas, sí. Luego en lugar de ser su propietaria la que recuperó el aparato fue su jefe, el propio Iglesias, quien para evitarle el disgusto de que algunas imágenes grabadas en la tarjeta podrían revelar secretos íntimos, la retuvo durante meses e intentó sin éxito borrar su contenido.
El asunto pasó a manos de la Fiscalía cuyo representante mantenía muy buena relación con la abogada de Unidas Podemos, el partido que con tanto interés quería preservar el contenido de las tarjetas. ¿Algún secretillo político de esos que levantan escándalo?, se preguntan algunos. Algo debe haber –concluyen los mal pensados– cuando se oculta con tanto celo.
El vicepresidente, persona proclive a enredar sus ideas con la realidad, buscó disculpas y culpas a los medios de comunicación y la llamada policía patriótica, creada por el anterior ministro de Interior para manejar el olor nauseabundo de las cloacas del Estado. Ninguna consiguió disipar las sospechas que, como en todo buen relato, incorpora a un tercer protagonista: el presidiario y a la vez omnipresente en todo chanchullo político o económico que se preste, el comisario para todo Villarejo, que entra para incorporar nuevos detalles al embrollo y mantener –aún en plena pandemia– un elemento aún más oscuro a esta inacabada historia de sexo, política, intriga y contubernios.
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