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Calles en llamas. Barrios sorprendidos y casi aterrorizados en Madrid, Bilbao o Barcelona. Ataques a bancos y comisarías. Odio en las metrópolis. Furia de juventudes encolerizadas. Protestas, revueltas, barricadas, trincheras. Contenedores que arden. Pancartas y palos en el horizonte. Rap de la destrucción. Fuego ... asaltando los cielos. Ladrillos ennegrecidos de los altos edificios. Humo de utopías y consignas. Ideologías de todo a cien. Cosmovisiones maniqueas de los cómics más burdos. Escaparates rotos. Ciudades incendiadas. Cenizas de un tiempo de paz y esperanza inevitablemente muerto.
Unas semanas de sobresaltos y saqueos a negocios ya muy castigados; de proclamas contradictorias y justificaciones que suenan a artificios o renuncias. Debates en todas partes sobre la libertad de expresión. No es mala cosa. Nunca está de más. Libertad. Expresión. Democracia. Conceptos inseparables. Mucho más que un legado etnocéntrico. Algo que trasciende la historia y los límites de Occidente. Luces del progreso humano. Siempre que sean ideas y palabras que no se utilicen en vano y de manera perversa. Los vandálicos asaltantes del Capitolio estadounidense también decían hacerlo en nombre de la democracia, de la libertad y de su patria.
No entraré en la discusión jurídica del asunto, que ha destapado tanto las controversias al respecto como las manifestaciones y disturbios en torno a la encarcelación de un rapero. Entiendo que haya mucha gente cabreada por el fiasco colectivo que –en varios sentidos– estamos viviendo. Y que, especialmente, proliferen los airados jóvenes que se sienten estafados ante un modelo ideal que se les vendió, cuando lo que queda es una realidad que se va pareciendo –cada vez más– a un mundo sin seguridades ni futuro cierto.
Pero, precisamente porque las sucesivas crisis recientes han venido a descubrir las miserias y carencias de todo un sistema, cabe preguntarse si –con los motivos que existen para sublevarse y pedir cuentas a los gobiernos– solo la aplicación de la sentencia mencionada merece semejante alboroto. Razones para una auténtica revolución se dan: la especulación financiera, la precariedad de los trabajos, el desempleo y empobrecimiento creciente de amplios sectores de la población en los países que se creía más avanzados; el abandono o explotación de buena parte del planeta para beneficio de unas élites globales que a menudo actúan sin regulación ni escrúpulo alguno…
Otro tema es cómo se debería cambiar el rumbo peligroso y amenazante que toma el mundo y de qué modo ese giro podría llevarse a cabo. Desde luego, no con eslóganes simplones, análisis trasnochados, comandos de la coerción y el miedo, milicias vociferantes e insultos contra el que no piensa igual. Es difícil imaginarse la forma de alterar la hoja de ruta y más encontrar el cauce adecuado por el que avanzar en el mañana. Por supuesto, ha de dudarse seriamente que sea posible lograrlo levantando barreras de fuego como en un circo, destrozando el mobiliario urbano, atentando contra la propiedad privada de modestos comerciantes, poniendo explosivos en la calzada o tirando adoquines a la policía.
Ello quizá atraiga la atención de las audiencias por su espectacularidad, pero no da la impresión de que vaya a servir para cambiar nada realmente importante. Lo que sí parece claro es que las corrientes de opinión de los más jóvenes no se crean ni moldean ya a través de los medios de comunicación convencionales, aunque sí les importe mostrarse -a la postre- de un modo impactante en los mismos, incluso si es para mal. Seguramente, porque así muchos de aquellos experimentan la sensación de que, al fin, se les tiene en cuenta, que acaban existiendo para quienes construyen la verdad oficial: los que hacen las leyes, los que mandan, los' que deciden.
Es grave y lamentable que haya una generación que apenas conoce más que crisis y promesas incumplidas. Una generación que se halla forzada a elegir entre la pasividad y la violencia, la apatía y los gritos; el orden o la justicia, las democracias imperfectas o el tumulto. El conformismo o la desesperación: la libertad o la ira.
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