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Los pueblos son maravillosos, siempre lo han sido. Y en sus calles, bajo las piedras, se esconden las historias más inverosímiles, algunas de ellas desconcertantes y otras que simplemente parecen escritas por el mejor novelista de la época. Muchas ejemplares, otras singulares.

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En mi pueblo, ... por ejemplo, todos los vecinos conocían desde el primer día al hijo del cura. Todos, menos el que suscribe, que tardó en tropezar con aquella realidad que dormitaba bajo la tenue luz de las farolas.

El hijo del cura era un chaval formidable, buen rapaz, realmente interesante cuando hablaba sobre cuestiones metafísicas, y poco amigo de acudir a la iglesia. Sus razones tendría, supongo.

El cura, dicen, acudía en más de una ocasión a las celebraciones festivas en ese domicilio familiar. Otra curiosidad. La historia, seguramente más elaborada para los residentes habituales, nunca provocó curiosidad alguna por mi parte. Ni tan siquiera cuando el hijo del cura entró en política.

–«De esas cosas no se habla», decía mi centenaria abuela, animosa a la hora de cerrar este tipo de cuestiones y evitar conflictos. «Cosas que pasan», matizaba.

A unos kilómetros, en el extenso sur provincial, los vecinos cotillean sin cesar sobre la contratación que el alcalde hizo de su 'hermano' no legítimo. Fue un fichaje estrella, como el de los mejores futbolistas, realizado a base de talonario y con la única condición de no remover las aguas familiares. El reparto de la herencia, es un suponer, estaría en el fondo de esta 'operación' fraguada se supone en los braseros de la cocina.

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A mayores y de algún modo el argumento que sustentó la millonaria contratación entre hermanos se sustentaba en la misma máxima: «De esas cosas no se habla». O no se habla más de lo necesario. El 'supuesto' hermano, por cierto, ya se ha jubilado.

Son cosas de los pueblos, o no.

Al igual que en mi pueblo, o en el apuntado del sur de León, en la política tampoco se habla de algunas cuestiones. Es así porque, en todos esos casos, la realidad incomoda. Y vuelta al punto de partida: «De esas cosas no se habla».

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Hay cuestiones que pueden llevarse a la mesa y otras, simplemente, es preferible que se queden bajo la sonata de la iglesia, o de la política.

Las cuestiones del centralismo o la descentralización son una de esas que incomodan, una piedra en el zapato, como los hijos del cura o los hermanos ilegítimos.

El relato de esta comunidad sin capital no está bien visto incluir aspectos como la descentralización, la famosa descentralización, esa que tantos dolores de cabeza provoca ahora en Madrid.

Descentralizar no es llevar la fibra óptica a los pueblos, o mejorar las carreteras, o abrir un colegio. Eso es ordinario, lo común, lo necesario. Descentralizar es levantar las alfombras de la comodidad y descubrir que el mundo supera a lo que se ve desde las ventanas.

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Que una provincia de Castilla y León aglutine todo el poder administrativo de la comunidad no es lógico, ni necesario, ni prudente, ni siquiera es cómodo.

Otra cosa es que sea mucho más recomendable no hablar de la realidad para no incomodar en los escenarios públicos y en los políticos. La vida, al calor de una institución oficial, siempre ha sido mucho más fácil.

Pero sí, Castilla y León se merece una descentralización ejemplar y real, justo la que no tiene. Una realidad tan evidente y tan incómoda, como que mi vecino era el hijo del cura o que hubo tiempo en el que, sin serlo, dos hermanos compartían el mismo sueldo público.

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Y que dios y mi abuela me perdonen.

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