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En un pequeño volumen de recuerdos, 'La librería de los escritores', cuenta el ruso Mijail Osorguin la experiencia que un grupo de escritores e intelectuales llevó a cabo en el Moscú de la guerra civil y la revolución soviética para mantener abierto, en mitad ... del caos y la devastación, un reducto de conocimiento donde comprar, vender volúmenes o, sencillamente, hacer lo que anhelaban muchos clientes: recorrer los estantes y aprovechar aquel refugio con estufa para pasar un momento en compañía de los libros. En más de un caso, junto a obras que habían marcado sus lecturas de infancia y juventud o que integraban las bibliotecas de sus familias. Mijail Osorguin estuvo comprometido con el movimiento revolucionario, pero en 1905 tuvo que exiliarse por primera vez de Rusia y vivió diez años en Italia. En 1917 regresa a Moscú y se muestra esperanzado con los cambios que se suceden. No le dura mucho el entusiasmo. En 1921 es detenido y el gobierno soviético lo expulsa a un exilio que será definitivo.
'La librería de los escritores' constituye un memorándum de la labor de sus promotores a favor de la cultura en una Rusia donde la municipalización y la nacionalización de las librerías casi borró del mapa el mundo editorial y librero. A la vez, constituye un alegato contra los excesos de un proceso político rodeado de inoperancia, hambre y muerte. Una lección histórica.
Estos recuerdos de Osorguin están cargados de anécdotas: desde el hecho de que la librería fue tolerada inicialmente porque las autoridades no habían comprendido «qué clase de institución éramos», hasta los conmovedores casos de bibliófilos o dueños de bibliotecas que, dada la miseria y el temor a las requisas forzosas, se desprendían de sus libros por un precio insignificante antes de ser confiscados «por necesidades del Estado». Tomos sueltos que acababan sirviendo para liar cigarrillos o hacer pelotas con las que jugar a los bolos. Colecciones de revistas humorísticas de la época de la Revolución Francesa vendidas a precio de papel de periódico. Bibliotecas selectas que no podían comprar a su dueño –aunque suplicase–, porque el transporte de las carretas necesarias, según el precio fijado por la autoridad, valía más que la propia biblioteca. El miedo permanente a que algún comisario inculto llegara a la librería y confiscara cualquier obra valiosísima que luego se perdiera «en los gigantescos archivos de la Cheka». Los laberintos del caos.
Sin embargo, para mí lo más aterrador de estos recuerdos de Osorguin no son las anécdotas y los episodios concretos que anota. No es la hecatombe cultural, sino la de subsistencia: aquella atmósfera dominada por el hambre y el miedo, donde un trueque con aceite, harina o mijo podía marcar la línea entre la vida y la muerte. Quiero decir que lo más espeluznante de la historia no son los personajes, sino el escenario en el que tienen que sobrevivir; no es el argumento, sino el tema: el miedo y la miseria que lo envuelven todo. «No hay cosa de que yo tenga tanto miedo como del miedo», escribió Montaigne. De ahí lo aleccionador del testimonio. Acaso para enjuiciar el pasado y anticipar riesgos futuros.
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